Tuve que salir de casa sin terminar de comer. Había quedado con María
Anselma para tomar algo en su casa antes de ir a bailar, y me iba a cantar las
cuarenta si llegaba tarde a nuestra cita. No fui muy prudente que digamos:
siempre era conveniente, en estos casos, presentarme con el estómago bien
forrado. Mi querida novia no sabía cocinar.
La saludé con mucha ilusión,
animado por el olor a filete, pero me enfrié un tanto cuando vi su estado
correoso y reseco. ¡Todo sea por Amor!-
me dije, y le hinqué el diente. El pobre diente no aguantó semejante
prueba y se partió por la mitad. Lloré de dolor, de hambre y de pena, lloré
hasta que María Anselma huyó de la cocina y se escondió en el servicio.
Iba a dejar que se quedara allí
toda la noche como castigo, pero recordé a tiempo que ya había pagado las
entradas de la discoteca. Así que me tomé un analgésico, la subí en mi coche y
nos fuimos a bailar.
Yo seguía enfurruñado, tanto por
la cena como por mi diente, a pesar de que la chica, toda mimos y atenciones,
trataba de hacerme agradable el trasnochar. A eso de las tres de la madrugada,
por fin, pensé: ¡Qué más da un diente más o menos si tengo una novia tan buena
y cariñosa!- y decidí perdonarla. Hasta nos reímos un rato, yo de sus guisos y
ella de la avidez con la que trataba de zampármelos. Amar era bonito, hacía que
se te olvidara el clavo que te iba a meter el dentista.
María Anselma aprovechó mi buen
humor para hablarme de la boda. Hacía cuatro años que tejía esa red al menor
descuido mío. Así que decidí que era hora de despedirnos por aquella noche.
Tenía hambre y no me apetecía
conducir hasta su casa. Seguro que durante el camino seguiría con el tema de
casarnos. Puse cara de mareado y me quejé de dolor de cabeza.
Hice bien confiando en su buen
corazón: enseguida se ofreció a volver sola e insistió en que yo tenía que ir a
acostarme.
Me preocupaba que anduviera sola
por aquellos andurriales tan de madrugada. Le dije que fuera en tren, y para
asegurarme de que no trataría de buscar un taxi que, además, costaría un huevo,
la llevé personalmente a la estación del suburbano, la metí en el vagón y la
tuve cogida de las manos a través de la ventanilla mientras las puertas se
cerraban.
La vi alejarse mandándome besos.
Aún con todas sus manías, era la mejor mujer del mundo.
Un relato muy simpático y muy bien relatado. Enhorabuena, Sviet.
ResponderEliminarMuchas gracias Amparo:). Me alegro de que te haya gustado.
ResponderEliminarUna pareja peculiar... evoluciona rápida la historia y con dinamismo. Me gusta. Un beso.
ResponderEliminarUna historia fresca y fácil de leer. Me gusta la sencillez (que no simpleza, no confundamos los términos) con la que narras. Encantado que te animes a escribir en este espacio. Bienvenida.
ResponderEliminarReflejas muy bien lo contradictorio de los sentimientos con un toque irónico. Me ha gustado, Svieta.
ResponderEliminarGracias Mer:). Gracias Eufrasio, mucho gusto.
ResponderEliminarGracias Lucrecia:). En realidad, quería escribir algo divertido, para que os riais un rato;).
ResponderEliminarSvietlana, me llama mucho la atención tu cambio de registro de un relato al otro. El uso de un lenguaje directo y sencillo en este caso, así como la ironía que destila, hacen su lectura fácil.
ResponderEliminar¡Bien hecho!
Gracias Geli:). Todavía soy novata, supongo que mi propio estilo está por encontrar. Me resulta aburrido escribir en el mismo registro, asi que voy probando.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMuy amena su lectura Svietlana.
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