Se está bien en este sitio si no tuviera dolor de cuello. La
vista es magnífica y hay unos barcos preciosos. Estoy harta de
este trabajo. Todos los días poniendo posturitas imposibles y obedeciendo la
tiranía de los fotógrafos: “Que gires la cabeza hacia la izquierda, luego a la
derecha, que me quede quieta, ahora que estoy despeinada…”. La gente
piensa cuando nos ve en las revistas, que
tenemos mucha suerte por viajar, ser delgadas y altas, por andar siempre tan
bien vestidas y ganar mucho dinero.
Viajar…eso sí que me gustaría. La última vez que fui a París
sólo pude ver la Torre Eiffel desde
abajo. Nunca hay tiempo para más.
Pero lo peor es la
comida…Me encanta comer y sobre todo los dulces. Paso todo el día a base de
lechuga, pepino y huevo duro. Mi estómago protesta en voz alta y la
maquilladora encima se cachondea: “Que luego se te pone todo en las cartucheras”.
Si me pillan comiendo algo prohibido me amenazan con el despido. Un día los
mandaré a todos al carajo.
En cuanto a la ropa…Nada de regalarte lo que te has puesto en
la sesión. Si se rompe lo cosen y si se mancha lo llevan a la tintorería. A
continuación se lo dejan a una famosa,
por ejemplo que, además, es rica y se lo podría comprar, no como yo que estoy
pagando la hipoteca del piso y ayudando a mi madre viuda y a mis tres hermanos
pequeños. Los sueldos… Yo tengo la
suerte de estar en una agencia y ser “mileurista”. A otras les pagan por sesión.
Alberto, el fotógrafo, viene hacia mí con cara de pocos
amigos. Dice que está cansado de darme órdenes. Le miro a los ojos con una de
mis mejores y dulces sonrisas. Mientras, bajo la protección de mi falda,
levanto la pierna con disimulo, tropieza y cae al agua. Le veo chapotear con movimientos torpes.
Parece que no sabe nadar. El equipo me aprueba con un fuerte aplauso.