Enjuto, alto y calvo, con un amable
rostro, su piel está más que tostada por el sol mediterráneo. Sigue vistiendo a
la vieja costumbre de la huerta, con blusón, faja y alpargatas de careta. Sus amigos
dicen que hace las mejores paellas a leña de los alrededores y alaban sus
habilidades en el truc y el dominó, que gusta jugar a diario en el Bar de la
Sociedad Musical. Su nombre es Ramón Casanova, pero casi todos le llaman
Ramonet o Tío “Ceba”. Tiene setenta y
cinco años y es de los últimos labradores de Benimaclet, un popular y
entrañable barrio al norte de Valencia, arrabal de origen musulmán y municipio
independiente hasta finales del siglo XIX, cuando la capital lo engulló con sus
administrativas fauces.
El sobrenombre de “Ceba” (pronunciado seba, cebolla en
lengua valenciana) es por el que siempre se ha conocido a la familia Casanova en
el pueblo. De pequeño era “Cebateta”,
hijo de “Cebeta” y nieto del Tío “Ceba”. A fuerza y medida de los
inevitables mutis generacionales, Ramonet fue ascendiendo en la escala
onomástica. Hace muchos años a su abuelo, que en algún momento llegó a ser teniente-alcalde
pedáneo, el cura de Benimaclet le aseguró que en los libros parroquiales más
antiguos, datados en los años 1600, ya había anotaciones de bodas, bautizos y
entierros de sus antepasados.
La historia familiar cuenta que, como
él, todos sus ascendientes por línea paterna nacieron y vivieron en la misma alquería
que hasta ahora sigue habitando y cuidando: una barraca humilde, a cuyo lado continúa
creciendo un monumental olivo milenario, rodeada por una amplia huerta que es también
de su propiedad.
Ramonet Casanova contrajo nupcias a
principio de los sesenta con Amparito Forment “Pollereta” (pollerita), apodada así por ser hija de un criador de
aves local. En los primeros años de matrimonio Amparito sufrió una grave afección
que la condenó a una esterilidad permanente. Desde que la “Pollereta” muriese, hace ya diez años, el perrillo Miliki es la única compañía de Ramón Casanova, último
eslabón de la dinastía “Ceba” de
Benimaclet.
Ramonet, además de con las paellas,
el truc y el dominó, siempre ha disfrutado dedicándose en cuerpo y alma a sus fértiles
tierras, admiración de los agricultores vecinos. Pero también ha sufrido la creciente amenaza del urbanismo
devorador, que acerca cada vez más los descomunales edificios y las amplias
avenidas a su paraíso particular. Antes del desplome inmobiliario declinó
reiteradas y sensacionales ofertas por su propiedad. Presumidos y prepotentes
constructores, amantes de los Cohíbas y los Jaguars, más que bien relacionados
con el consistorio público, le presionaron durante meses hasta acabar todos
convencidos de que el viejo “Ceba”
está completamente majareta. Aquellos mercaderes del ladrillo, con su corazón
de cemento y su cerebro de caja registradora, desconocedores del significado
del término “principios”, por más empeño que le pongan jamás en sus vidas comprenderán
que para ese hombre sin responsabilidades familiares, su patrimonio, lo único
que le hace feliz y da sentido a su vida, tiene el máximo valor y ningún precio.
Pero hace unas semanas Don Ramón Casanova
Seguí recibió una notificación oficial a tenor de la cual su parcela y el
contenido de la misma quedaban expropiados con la finalidad de construir un
nuevo Centro Comercial, otro más. Se le advertía también que la acequia que
suministra el agua a sus campos quedará cegada hoy viernes a las ocho de la
mañana y que en determinada fecha del mes próximo habrá de franquear la entrada
a las primeras máquinas excavadoras.
Son las siete y empieza a clarear. Portando
un fardo en una mano y una caja de fruta en la otra, el Tío “Ceba” sale de la barraca y se dirige al
olivo, a cuyos pies hay excavado un pequeño hoyo. En él deposita el bulto, o lo que es
lo mismo, los restos de Miliki, al que acaba de degollar sin
poder contener las lágrimas. Cubre y alisa la superficie de la pequeña tumba con unos puñados de tierra y del
cajón extrae una soga que lanza al aire y hace pasar a través de una gruesa
rama. Se sube al cajón y anuda firmemente la cuerda en su cuello.
Después, al tiempo que deja caer la base le da una patada, alejándola unos metros. El
cuerpo se balancea durante unos instantes y luego ya solo se oyen los cantos de
los pájaros.
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P.S. Lo que ya nunca sabrá el bueno
de Ramonet es que el pueblo se movilizaría en masa tras su muerte para detener aquellas
obras. Los tribunales reconocerían
que el olivo milenario no se debía cortar, arrancar ni trasplantar, sino antes bien conservarlo siempre cuidado, en el mismo emplazamiento. Ahora, en la antigua alquería se levanta
el Parque del Tío “Ceba”, con una
estatua del hombre y su perro a la sombra del viejo árbol.