Tendido en la cama recordó el momento
en que había comenzado a sentirse mal. Hacía cinco o seis días, no
más. Después de llegar del trabajo estaba más cansado que de
normal. Las cargas burocráticas minaban su moral, pero eso era más
que la moral, estaba débil. No tenía ganas de salir a tomar algo ni
de ir al gimnasio al día siguiente. Era como si su fuerza estuviera
en otro lado y no pudiera reencontrarla. Alguien se la había robado.
Las fechas no eran propicias para
estados anímicos depresivos. Ya se sabe el efecto que pueden tener
la navidad y el fin de año sobre personas que desean más irse al
otro barrio que festejar en este. Anselmo conocía su tendencia a la
depresión y por ello quiso olvidar el desgano que le invadía y
prepararse para ir a ver a sus primos con quienes era habitual dejar
pasar los últimos días del año. Ninguno de ellos era asiduo a
reuniones familiares mas la necesidad de compañía los unía como si
se vieran todas las semanas. Era un pacto tácito bien firmado desde
que los padres (los tíos) habían muerto.
Tendido sobre su vientre Anselmo sufría
de intensos retortijones que le hacían girar para uno u otro lado
alternativamente hasta que ya no había más que esperar y terminaba
por fin en el inodoro liberando terribles efluvios. Durante la mañana
la secuencia se repitió varias veces. Entre la primera y la segunda
expulsión Anselmo Duarte volvió a entrar en la el salón de su
primo Mauricio donde festejaron la noche buena.
Era una noche sin luna, fría y
desoladora. Los dolorosos retortijones hacían recordar una cena
insulsa y poco preparada, las risotadas alcohólicas y el trasnochar
sin sentido que le llevaron por primera vez a la cama. Mauricio fue
el único que se preocupó por él, pero le duró solo unas horas
hasta que se largó a dormir solo o con una golfa, Anselmo no estaba
en condiciones de saberlo.
El día de navidad confirmó que había
sido la segunda de las posibilidades al ver a la señorita tirada
junto a su primo, de cuerpo presente, en la asquerosa habitación.
Anselmo se había levantado para preguntar si tenía ibuprofeno, pero
al ver la escena, decidió resolver la incógnita hurgando en los
baños. Sólo había paracetamol y del 2010. El dolor de estómago
llegaba hasta la cabeza y no dudó en meterse tres pastillas y detrás
de ellas dos vasos de agua. Ese día no pudo comer, pero al siguiente
hizo de tripas corazón y donde hubo una jaqueca había un vaso de
vino manchego. Era el momento de regocijarse en las desavenencias de
los demás y cada uno hacía su aporte contando las peores meteduras
de pata de los últimos meses. Así pasaron dos o tres soles y
siempre entremedias la misma luna en cuarto creciente.
El penúltimo día del año Anselmo
estaba realmente mal y decidió largarse de casa de Mauricio. Le
soltó una excusa claramente falsa que el primo aceptó sonriendo y
con una palmada en la espalda. Los demás se enteraron al volver de
la tienda de licores.
Le palpitaban las manos y las sienes
cuando conducía. Había decidido volver en su coche para no dejarlo
tirado en el peligroso barrio de Mauricio, una estupidez más. En una
rotonda no vió un camión que se incorporaba y casi termina
empotrado contra los bajos traseros del gigante con ruedas. Los
gritos del conductor de la moto que le seguía sonaban como murmullos
comparados con los latidos en el interior de los oídos de Anselmo.
Estaba más blanco que de costumbre y eso era mucho decir. Creyó por
un momento estar muerto mas la ingente cantidad de adrenalina en
sangre le hizo descartar esa posibilidad.
A duras penas clavó la llave en la
cerradura y arrastrándose se refugió por fin en el sofá. Ni hablar
de llegar a la cama, eso sería otro día. Aparecieron fantasmas del
pasado, vidas pasadas y perdidas oque habían tenido la casualidad de
suceder durante el mismo año que estaba por acabar y todo acompasado
por un incesante latir de sienes y el ronronear de intestinos.
Despertó a la consciencia frente al
espejo preguntándose cómo demonios había llegado a estar tan mal,
y aquel viaje tortuoso de una semana de intestinos revueltos y sienes
palpitantes no era respuesta suficiente. No podía recordar nada más,
no podía recordar ni accidentes de coche, ni peleas callejeras, ni
estar internado en un hospital... Era todo tan estúpido y a la vez
tan doloroso y real. Volvió a la cama y nada más acostarse las
tripas le levantaron volando, otra vez al inodoro. Explosión tras
explosión y maldición del demonio a las doce de la noche del
treinta y uno de diciembre para terminar el año festejando estar
vivo medio muerto en medio de un nauseabundo sanitario que parecía
decorado por un artista asesino.
La persiana de la habitación estaba
rota. El rayo de luz entrometido se dirigía directo a los ojos del
cuerpo semi-desnudo que había sobre la cama de Anselmo Duarte. Pero
no fue la luz sino el silbido provocador de Mauricio llamando por la
ventana lo que hizo recordar al alma de Anselmo que debía volver a
ese cuerpo tendido en el catre. Fue como un golpe seco. Un ¡paf!, en
toda la cara. El muerto revivió y los sonidos guturales fueron tales
que trascendieron las paredes y sirvieron sin quererlo para
tranquilizar a Mauricio, que comenzaba a golpear la persiana con
preocupación.
La luz, las voces, el demonio mismo,
todos habían estado en esa habitación horas atrás sentenciando al
pobre desgraciado a una muerte merecida y dolorosa. Anselmo había
sufrido el desdén de la humanidad por ser un idiota, un borracho
desagradecido que sólo quería morir solo y al que no le importaba
nada. Y en el momento justo en que la muerte mostraba le su cara,
había descubierto que ella no era más que una mentirosa, una forma
inútil de escapar al espejo que tarde o temprano nos muestra cara a
cara con la mierda que somos. Tal vez la muerte perpetuaría esa
imagen eternamente. Vaya castigo.
Una semana de dolor era más que
suficiente para darse cuenta de que la vida valía la pena y que
tenía que arreglar la maldita persiana si quería seguir
levantándose tarde el resto de sus días. La cara de idiota de
detrás del espejo podía necesitar ayuda. Quizás abrir la puerta al
otro idiota golpeando a patadas antes de que llamara a la policía no
era un mal comienzo, era primero de enero y para Anselmo Duarte era
también el primer día después de muchos años.
Pernando Gaztelu