Su cabeza daba vueltas y le sudaban las manos. Se sorprendió a sí mismo sentado en aquel faro, y todo lo que recordaba de cómo llegó allí era de color negro con voces de fondo y coronado por una ansiedad que aún le obligaba a respirar a contrarreloj. Se levantó y trazó caminando un par de círculos por la sala mientras escuchaba la subida paulatina de intensidad en la lluvia y que no ayudaba para nada en la búsqueda de su tranquilidad. Miró por la ventana y pudo comprobar como la violencia del mar se removía entusiasmado bajo el inmenso manto que le brindaba la tormenta y notó como se le arrugaba el corazón con cada ola que se elevaba sobre sí misma, alcanzando varios metros de altura y hundiéndose con fuerza para allanar el camino de la próxima, haciendo que la navegación fuera prácticamente imposible.
Un parpadeo color rojo llamó su atención y movió su mano lentamente hacia el panel de mando, su nerviosismo parecía adoptar el movimiento marítimo y sintió leves mareos que lo obligaron a sentarse tras pulsar el botón.
–¿Santa Elena? ¿Cabo Tello? ¿Doña Sofía?
Tragó saliva mientras parecía hacer memoria.
–¡Cabo Tello! Aquí cabo Tello, Roberto al habla.
–¡Gracias al cielo! Al habla Ballesteros, capitán del Interlagos, necesitamos encontrar costa, nos estamos hundiendo.
–¿Coordenadas?
Hubo unos segundos de silencio.
–28 03’ 29,43N - 12 20’ 12,04W. _Dijo de carrerilla.
Roberto repasó el panel al completo. Alargó su brazo derecho y tecleó.
–Estáis a veinte millas de la costa, ¿a qué velocidad navegáis?
–Hemos bajado a tres nudos, no damos para más, ¿veinte millas? ¡Joder! Nos vamos a hundir, avisa a salvamento marítimo.
Cogió la emisora y comenzó a dar la alarma.
–Aquí Roberto transmitiendo desde cabo Tello, tenemos un S.O.S proveniente del Interlagos, a veinte millas de aquí ¿me reciben?
Nada.
–Cabo Tello ¿me reciben?
Tres llamadas después obtuvo respuesta y les ofreció todo tipo de detalles para que fueran al rescate lo antes posible.
–Salvamento marítimo va en camino, esperemos que puedan esperar.
–Muchas gracias, seguimos en contacto.
Quince minutos después el botón rojo volvía a parpadear. Roberto se movió como un resorte en cuanto lo vio.
–¿Interlagos?
–¿Roberto?
–¡Si! Soy yo, ¿me escuchas?
Las interferencias comenzaron a hacer estragos en la comunicación. Las palabras llegaban inconexas y las frases inacabadas, pero todas sumergidas en una total desesperación. Roberto seguía insistiendo en que repitieran cada uno de los intentos de comunicación.
–¿Ballesteros? Por favor, repita, la comunicación no está siendo clara, ¡repita!
Sudaba en extremo. Comenzó a deshacerse de aquella camisa blanca demasiado estrecha, pero cuando estaba a punto de pasarla a través de su cabeza, un dolor punzante le atravesó la sien y lo hizo arrodillarse, arrojando la camisa a un lado y posándose sobre la silla al tiempo que se apretaba la cabeza.
Volvió a sonar la radio y tanto el dolor como el ruido de la comunicación parecieron dar un respiro.
–¿Roberto? _Una voz de mujer inundó aquel faro.
Sus ojos se quedaron abiertos de par en par mientras recuperaba la verticalidad con un miedo atroz a mirar el panel.
–Roberto, ¿eres tú?
Al tercer intento, consiguió posar su mano y pulsar de nuevo el botón.
–¿Amelia? _Le tembló la voz.
_¡Si!, soy yo cariño.
EL temblor se extendió más allá de su voz, haciendo que su cuerpo entrará casi en convulsión. El frío lo envolvió lentamente mientras iba despertando cada uno de sus estímulos como en una cadena perfectamente engrasada.
_¡Cielo! nos estamos hundiendo. _Silencio_. Nos estamos hundiendo mi amor. _Dijo Amelia. Su voz estaba notablemente impregnada en lágrimas.
–¡Amelia! _Tartamudeó Roberto_. ¡Mi amor! ¿Cómo que no ha llegado la ayuda?
Se levantó con ira, confuso. Giró sobre sí mismo varias veces hasta que cogió de nuevo la emisora.
_¡Aquí cabo Tello! ¿Me reciben? ¡Cabo Tello! ¿Me reciben? ¡Joder! _Escupió mientras golpeaba contra el panel_. ¡Maldita sea! ¡Contesten!
Las lágrimas asomaron por sus ojos pero no se permitió tiempo para ello y volvió a la radio.
_Amelia, ¡Contéstame!
–¿Papa?
El mundo de Roberto se vino abajo por completo.
–¡Rebeca! Por dios, ¿Cómo estás hija? _No pudo esconder la desesperación en su voz.
–Papa, tengo mucho miedo, hay mucha agua, la gente está desapareciendo y no encuentro a mama.
–¿Cómo? ¿Donde está tu madre? _Roberto estaba entrando en pánico.
–No lo sé _Rebeca lloraba.
–Tranquila cariño, busca con la vista desde ahí a tu madre, ponte un salvavidas, ¿tienes salvavidas?
–Si, me lo puso mama.
–Bien cielo bien, tranquila. La ayuda llegará de un momento a otro.
Sabía que mentía y eso aún lo torturaba más. Se sentía tan impotente que lloraba desconsoladamente. Volvió a llamar por la emisora y no obtuvo respuesta alguna en al menos tres intentos. Intentó hablar de nuevo con el Interlagos pero la comunicación murió definitivamente. Frustrado y muerto de miedo, bajó las escaleras del faro lo más rápido que la fatiga, la ansiedad y el dolor de cabeza le permitieron. Sentía náuseas repentinas y mareos cada vez más fuertes e intensos pero no se detenía. Fue directo al mirador que había frente a él. Cuando llegó, se asomó a través de la débil y precaria baranda y observó atentamente el fondo del acantilado, donde las piedras y el mar parecían abrirle los brazos para que se lanzara al vacío. Colocó sus manos firmes y elevó sus piernas poco a poco hasta que se encontró casi de pie mirando al horizonte. El viento acariciaba su rostro y se llevaba algunas lágrimas consigo.
–¡Alto! _Gritó una voz.
Hizo caso omiso y terminó de subirse al filo de la baranda.
–¡No lo hagas Roberto!
Se colocó las manos en la cara y comenzó a llorar.
–Acabo de recibir la noticia, escúchame, baja de ahí y hablamos ¿vale?
–No puedo Germán, tengo que ir a por ellas, ¿no lo entiendes?
Germán se acercaba lentamente.
–Claro que lo entiendo amigo, pero no es lo que crees, déjame explicarte.
–¡No! No quiero ninguna explicación.
Un pequeño resbalón lo tambaleó un poco y le cortó por un segundo la respiración a Germán, que reanudó la marcha.
–Roberto, escúchame, ellas ya están a salvo ¿entiendes? Ya lo están.
Se giró de pie y lo miró.
–¿Donde? El barco se está hundiendo, la tormenta no dejará que salgan vivas, solo yo puedo salvarlas.
Germán dudó por un instante en abrir la boca. Aquel hombre venido a menos estaba al borde.
–Amigo mío, el barco ya se hundió, ¿recuerdas? Vamos Roberto, haz memoria, vuelve conmigo, quédate aquí.
_Tengo que llegar a tiempo Germán, entiéndelo.
–¡Mírame! _Gritó Germán–. Esto ya pasó. Hace años que pasó, ¿Cómo iba a estar yo aquí si no?
–¿Qué mierda quieres decir con eso? ¿Eh? Eres mi amigo, por eso estás aquí, para ayudarme a salvarlas.
–Claro que soy tu amigo, y estoy aquí por eso, pero no para salvarlas a ellas, sino para salvarte a ti.
–¿A mí?
–Si, a ti. Me han llamado del hospital psiquiátrico, supuse que te encontraría aquí.
–Yo he estado toda la noche en el faro, es mi trabajo, no sé de qué me estás hablando.
–No hay tormenta, fíjate, pon tu mano, no llueve, ¿y el faro? el faro está cerrado desde el accidente amigo mío, hace cuatro años ya, ellas ya no están, eso ya sucedió y no fue tu culpa. Necesito que entres en razón, que te quedes conmigo.
Roberto se dio media vuelta y se colocó mirando al horizonte. Germán, intuyendo lo peor, aceleró el paso.
–No pude despedirme de ellas, ¿sabes lo duro que es eso? no hay un solo segundo que no piense en ello. _Gritaba llorando mientras se inclinaba hacia delante_. Fue mi culpa, tenía que haber sido más rápido, más eficiente.
Germán comenzó a correr todo cuanto pudo.
–Soy yo el que merece estar muerto.
Roberto se dejó caer hacia delante. Germán se estiró todo lo que pudo lanzándose hacia el filo de la baranda y logró acariciar levemente el brazo de su amigo pero no consiguió agarrarlo. Se levantó rápido y vio como el cuerpo de Roberto se perdía en la oscuridad que tenía como fondo rocas y agua. Se quedó asomado allí por largo tiempo.
Roberto llevaba toda su vida trabajando en el faro. Aquella noche, su mujer y su hija viajaban en secreto para darle una sorpresa por su cumpleaños, pero el destino quiso que aquel barco se hundiera y él fuera espectador de honor. Su cabeza guardó todo lo sucedido y algún día tenía que explotar, pensó Germán.
La policía lo interrogó casi por cortesía y protocolo hasta que lo dejó marchar. Una vez en su casa, se acercó a un mueble y cogió una foto en la que salían juntos. Un sentimiento de agria culpa le recorrió la espina dorsal y le puso los vellos de punta.
Quizás no fue la decisión más apropiada la de su amigo, pero ahora la entendía mejor de lo que nunca habría imaginado.