Tan conocido,
que pensé que la puerta se transformó en automática solo para recibirnos. Esa
bienvenida se confirmó como amigable en la mutación de nuestros rostros, que palidecían
en el ambiente despojándose del rosado, en particular el de la sonrisa.
Una vez
colocadas, empecé a reiterarme en mi manía: La mirada al reloj de pulsera que
me correspondía, con descargas de hastío para desembocar en un deseo de escape.
Aparecieron cuatro hombres reunidos que se sonríen, invitándome a participar en
su juego, y me reparten una de las cinco cartas.
Alterada por la voz megafónica que me reclamó, pues mi
familiar no podía, acudí al mostrador de urgencias dejando mi carta boca abajo
sobre la camilla de ese anciano que no había parado de quejarse durante todo el
tiempo. Cuando ya me informaron que las pruebas eran correctas me alegré,
también porque podría volver a encontrarme con ellos. Recuperé mi carta y al
rozarle ligeramente con mi mano, el grito del anciano me resultó el más
humillante de todos.
Miré perplejo aquella
calavera y quedé pensando, pero intuí que era un comodín, y eso me reconfortó.
Otra sonrisa de los presentes al mostrar mi carta, la siguiente al mostrarme
las suyas, que son los ases de los diferentes palos.
Los reclamos del
anciano no tardaron en abandonarnos—cuestión de 5 minutos, calculé—. De pronto,
los sanitarios se agolparon en torno a él al percibir la ausencia de silencio y
llegaron apresurados, confiando en poder devolvérselos. El médico confirmó la
sospecha.
Obligados, mis
pies se arrastraron hacia atrás para que las ruedas de la camilla no me los
pisasen y aquella se alejó en trayectoria recta por el pasillo hacia el
indicador de salida marcado en letras negras. A su paso también encontró a mis
amigos, que se unieron en aquella huida
del habitáculo, donde le acompañaron con la cabeza inclinada hacia abajo hasta
desaparecer del alcance de nuestra visión.
Quedé pensando
que aquel aviso megafònico nos salvó de un buen contratiempo.
Laura Castaño Lluna