Hèctor Sendra
tiene cincuenta y un años y es un triunfador. Ninguno de los profesores de su
Instituto hubiese dado un céntimo por su futuro, pues como estudiante dejó
muchísimo que desear. Pero, aunque le disgustaban los libros, era un joven bastante
despierto. A su padre Damià, Secretario de un pequeño Ayuntamiento cercano a la
ciudad de Valencia, le hubiera gustado que, siguiendo su ejemplo, su único hijo cursara
Derecho y se dedicara a las Leyes. El hombre, que por su cuenta y riesgo ya
fracasó en sucesivas oposiciones, siempre había soñado con poder presumir de un
Sendra fiscal o juez de la Audiencia. Sin embargo, el expediente académico de Hèctor
en Bachillerato le quitó la venda de los ojos, le estrelló contra la cruda
realidad.
A través de
los contactos de su progenitor, a principio de los años ochenta se colocó como
oficinista en una empresa constructora. El señor Rocamora, su dueño,
lo trató desde el primer día como al descendiente que nunca tuvo. Rocamora
había enviudado a los treinta y tantos, volviéndose a casar luego con la
hermana soltera de su mujer. Si con la primera esposa no tuvo hijos, tampoco lo
consiguió con la segunda. “Es obvio que
arrastran una tara hereditaria”, le comentó un día un médico, amigo íntimo,
que no se atrevía a confesarle que el único estéril era él.
Tanto cariño
y confianza se granjeó con su jefe, que a mediados de los noventa Hèctor era su
mano derecha, su principal asesor. Nombrado Director General de la compañía,
fue su mandamás hasta el fallecimiento de Rocamora, a principios de
este siglo. La viuda del constructor no compartía los sentimientos del finado
por su protegido y, aconsejada por sus sobrinos y para júbilo de éstos, decidió
liquidar el negocio.
Con la gran
experiencia atesorada, algunos ahorros y un capital que Rocamora le dejó en
herencia, Hèctor Sendra parió una nueva empresa a la que bautizó con el
rimbombante nombre de SENDRA INTERHOLDING. Dedicada en principio a la actividad
puramente constructora, su creador pronto vislumbró en la creciente
especulación de terrenos una oportunidad demasiado rentable como para ignorarla
o despreciarla. En muy poco tiempo, muchos de sus contactos habían multiplicado
por diez inversiones millonarias. Volcó pues su ocupación en comprar y vender
solares, sin abandonar la edificación y urbanización de nuevos barrios,
aprovechando los disparatados precios que las viviendas habían alcanzado.
Sendra hizo mucho dinero negro en transacciones especulativas, dinero que puso
a su propio nombre y a buen recaudo en el banco de un paraíso fiscal cercano en el mapa mas inalcanzable para las zarpas de la arruinada Hacienda española.
Cuando
sobrevino la crisis, SENDRA INTERHOLDING se vio también muy afectada y despidió
a casi todos sus trabajadores. Al final se declaró en quiebra, pero como el
hábil accionista mayoritario no avalaba ninguna de las operaciones societarias,
pudo salirse de rositas con toda la facilidad del mundo. Hèctor siguió y sigue fumando
Montecristos, conduciendo Mercedes, cuidando su cuerpo en un gimnasio de cinco
estrellas, pagando mariscadas en efectivo, viviendo a tutiplén en su mansión
situada en plena Sierra Calderona y haciendo esporádicos viajes a Montecarlo, en
donde también dispone de un apartamento de lujo y un BMW descapotable.
Este
viernes, en una reunión con muchas langostas y unos cuantos alemanes, Hèctor ha
apalabrado la venta de la vieja masía familiar, al norte de la ciudad. La finca,
compuesta de una enorme casa rodeada de algunas hanegadas de naranjales
actualmente abandonados por su mísero rendimiento económico, la recibió en
herencia de su padre, que a su vez la heredó del suyo y éste de anteriores
generaciones. Los teutones, que quieren instalar allí un centro geriátrico de
alto standing, le han prometido un buen pellizco de millones, más de la mitad de
los cuales irán a parar a la cuenta opaca del banco monegasco con el que opera.
Al regresar
a casa, Celia, su mujer, ha salido a su encuentro con una amplia sonrisa y le ha
dicho que tiene una sorpresa para él. En el salón hay una gran caja que entregó
una conocida empresa de mensajería. Hèctor inspecciona la etiqueta. Así como
todos sus datos son correctos, no se muestra el nombre del remitente. Toma unas
tijeras y comienza a desgarrar el cartón. Aparece entonces una flamante
bicicleta, una espectacular máquina de devorar kilómetros con un cuerpo de
carbono que quita el sentido. Aunque a Hèctor siempre le encantó, han pasado
más de quince años desde la última vez que rodara por ahí. Conserva una buena
forma gracias al spinning; este regalo de quién sabe qué agradecido amigo le
dará la oportunidad mañana mismo de ponerse a prueba en la carretera.
Sábado por
la mañana. Ha salido un día estupendo. Hèctor ha madrugado. Apenas ha podido pegar
ojo, diseñando la ruta que va a seguir. Completamente equipado se sube a la
bicicleta y, tras despedirse de su esposa e hija que miran a través de la
ventana, la deja rodar cuesta abajo. Después de saludar al guarda, franquea el
puesto de vigilancia de la urbanización y comienza a pedalear. Su intención es
continuar por calzadas locales poco transitadas y subir al Norte hasta Nàquera
para luego atravesar Serra y llegar a Torres-Torres, bajando por la antigua
carretera nacional hasta Puçol y regresar a casa. Una etapa dura al principio,
cómoda al final.
No obstante,
cuando lleva solo unos cientos de metros circulando, Hèctor advierte que la
bicicleta está tomando sus propias decisiones. Cuando quiere doblar a la
derecha, la máquina no se lo permite, sigue moviéndose en línea recta, los
pedales giran sin que él imprima ningún esfuerzo, las marchas cambian solas. Es
una sensación extraña. Intenta detenerse para poder revisar el manillar
y las demás piezas, pero los frenos no responden.
La bici continúa rodando a su albedrío y se dirige a toda pastilla
hacia el Sur, camino de Valencia. Si bien el ciclista está atemorizado, no deja
por ello de sentir extraordinaria curiosidad por el final de la intrigante
aventura que está viviendo.
Otros
fenómenos insólitos se suman al de la bicicleta automotora: el paisaje, que
conoce perfectamente, está cambiando a medida que lo recorre: desaparecen
construcciones que antes estaban allí, surgen campos y huertas sustituidas hace
años por cemento y asfalto, los pueblos empequeñecen. Además, la
gente que se cruza viste de forma cada vez más anticuada y la ropa empieza a
quedarle grande, siente cómo su pelo ha crecido, que ha recuperado visión, en
suma, experimenta un rejuvenecimiento progresivo al paso de los kilómetros. La
bicicleta llega a las puertas del pueblo de Alboraya y tras recorrer un largo
trecho por caminos rurales, se adentra en la masía familiar. Los árboles están
en flor, la esencia del azahar es revitalizante, los campos están mejor
cuidados que nunca, como antes de que muriese su iaio [1]
Batiste. La casa se ve preciosa, da gusto verla recién
pintada de cal.
La
bicicleta va aminorando la velocidad y se para justo al lado del porche, donde,
en una mecedora, descansa Batiste mientras pela unas habas. A sus pies está Trueno, el viejo perro de la familia,
que cuando le ve empieza a mover la cola. Hèctor desciende de la bici y con la
voz atiplada de un niño de trece años pregunta “¿Iaio?”. Batiste gira la cabeza, sonríe y le dice “Xé, xiquet, ¿cóm vas vestit? Acosta’t açí
un moment, rei [2]”.
El tiburón de los negocios, convertido en un mocoso, se aproxima al anciano, le
acaricia la cara y besa su mejilla. El abuelo, tal vez recordando que al ser su
nuera aragonesa el chaval habla castellano en casa, cambia de lengua y le
propone: “Ven conmigo, Hèctor”. Se levanta de la mecedora y le toma de la mano.
Caminan juntos hacia el huerto de naranjos frente a la casa y cuando llegan, el
patriarca se agacha y coge un puñado de tierra en la mano. “¿La ves, Hèctor?
Tócala, tócala, ésta es nuestra tierra. Cuando tu papá tenía tu edad le hice
jurar que nunca dejaría de amarla,que siempre seguirá siendo nuestra. Ahora es
tu turno, bésala y haz el mismo juramento que yo hice a mi iaio y tu padre me hizo a mí”. Hèctor Sendra, un cerebro cincuentón
en un cuerpo púber, rememora ahora claramente aquel olvidado momento, la mañana
en que besó la tierra y prometió al iaio
querer, mantener y preservar el patrimonio familiar. La lava de la emoción derrite su corazón de piedra y abrazándose a Batiste comienza a
llorar a moco tendido, como un inocente niño de trece años. (En cuanto pueda, decide, llamará a los alemanes para deshacer el trato.)