Hace unas noches tuve un sueño.
Sucedía en enero, comenzaba a nevar y eran las cuatro de la tarde. Sé que era
enero porque aquí únicamente nieva durante ese mes, y sé que eran las cuatro de
la tarde porque empezaba mi programa favorito en Radio 3. Regresaba del trabajo
en mi zapatilla con ruedas por una carretera vecinal muy poco transitada. De
repente, en el exterior del vehículo se hizo de noche, oscuridad total durante
un par de segundos, sucedió como un fundido en negro cinematográfico. Cuando
volvieron la luz y el paisaje frente a mí, me encontré con el coche
traqueteando en un agreste y estrecho camino, rodeado de altos y extraños
árboles, entre los cuales vi saltar algunos simios. Paré y oí que la radio
siseaba, no conseguí sintonizar ninguna emisora; la apagué. Mi teléfono móvil no tenía
cobertura y marcaba las doce del mediodía. Conmocionado, decidí seguir
conduciendo a baja velocidad por aquella angosta vereda, siendo testigo de cómo
coloridas aves se cruzaban en mi recorrido. La senda fue ensanchándose poco a
poco hasta que alcancé la plaza de una aldea compuesta por diez o doce chozas,
de donde salieron, gritando y amenazándome con palos y lanzas, un montón de negros
en taparrabos, con sus caras pintadas. Lo primero que hice fue activar el
seguro del coche y ponerme a temblar. Las mujeres y los niños se asomaban al
umbral de sus cabañas, mirándome con gestos de sobresalto y miedo. De la choza
más grande salió el que parecía el caudillo de la tribu quien, cosa que me sorprendió,
era un tipo blanco con gafas de sol que andaba contoneándose exageradamente. A
medida que se acercó pude reconocer su cara: era Don Pascual, el jefe de
administración de mi empresa, es decir, mi jefe, solo que como allí no debían
usar tintes baratos, lucía su pelo cano y una inusual barba del mismo color. Don
Pascual atravesó el pasillo que le fueron abriendo los nativos, se plantó ante
mi coche y tras calmar a los guerreros extendiendo sus brazos, comenzó a
hablarme con su misma voz pero en distinta lengua:
-¡Ranga tukala kun senjeli!, lo cual no supe si traducir como un “buenos días, ya era hora de que llegaras”, “joder, has vuelto a
descuadrar el balance” o, incluso, “estás despedido, a la puta calle”.
Ver a Don Pascual me permitió salir
de mi inicial estado de shock, pues el pánico fue sustituido por la rabia, y al
advertir que el comité de recepción había dejado caer sus armas al suelo, detuve
el motor, me guardé las llaves en el bolsillo y desbloqueé las puertas. A
continuación bajé del coche y después de comprobar que el aire era
achicharrante para estar en enero, me dirigí al jerarca blanco y con el máximo énfasis,
a voz en grito y señalándole repetidamente con mi índice, le solté:
-¡Ya tenía ganas de decirte un par de cosas, Pascual! Sí, te tuteo y si
no te gusta, te fastidias. Mira: eres un gilipollas y un engreído incompetente.
Estás treinta años en la empresa jodiendo al personal y no sabes hacer la “o”
con un canuto. Yo tengo una carrera universitaria y dos másters y tú no acabaste
el puñetero bachillerato, mamón. Te pasas el día leyendo el periódico, hablando
con tu familia y tus amistades por teléfono o cotilleando por Internet,
mientras los demás nos dejamos el hígado currando y encima hemos de soportar
tus injustas broncas. Eres un inaguantable tocapelotas, que en lo único que
destacas es en lamer el culo a los superiores para que no te boten de la
compañía. Y además, te tiñes el pelo como una patética nenaza. Cualquiera de
estos palurdos sería mejor jefe que tú,
¡cretino!
Largué todo de carrerilla, fue
sencillo porque lo tenía ensayado hace meses, aunque en este caso no procedía
mentar el tinte y tal vez me excedí al improvisar el último reproche, tachando
de palurdos a los indígenas, a los que ruego me perdonen si les ofendí o se
sintieron heridos por mi desacertado calificativo.
Yo no sé si Don Pascual o su sosias comprendió algo de lo que le dije, pero cuando acabé la perorata se arrodilló solemnemente
ante mí, descolgó los collares que llevaba alrededor de su cuello y me los
ofreció en silencio, con amabilidad y agachando su cabeza, lo cual interpreté como un traspaso de poderes.
La tribu entera emitió un entusiasta
grito de júbilo (por lo visto estaban también hasta los huevos de Don Pascual)
y entre algunos hombres me alzaron, dándome varias vueltas a la plaza. Mientras,
las mujeres y los niños salieron de los chamizos y comenzaron a entonar alegres
canciones nativas.
En ese momento me entraron ganas de
mear y me desperté.
Ni sé ni me importa lo que le
pasaría después a Don Pascual, de lo único que estoy seguro es que en ocasiones
los sueños nos señalan el camino que hemos de tomar en la vida. Por eso, la
próxima vez que ese inútil me llame la atención en el despacho le voy a aflojar
el mismo discurso. Aunque me abran un expediente. Aunque me cueste el puesto.
Yo con las ganas no me voy a quedar.
De acuerdo contigo en tu reflexión final sobre los sueños. Por los demás, una redacción perfecta que nos hace meternos desde el principio en tu historia. Mi enhorabuena. Por cierto... tú tampoco andas corto de imaginación...
ResponderEliminarGracias, Amparo. La verdad es que el tema de los sueños puede dar para mucho...
ResponderEliminarMás que sueños opino que es lo que no sacamos del interior y callamos día a día, reprimiéndonos, lo que en un momento determinado se remueve y estalla.
ResponderEliminarAlucinada me dejas, Rafa, con estos sueños que tienes. Me ha gustado mucho el relato.
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