El
hombre que vivía en una nariz
Había una vez un hombre que
vivía dentro de una nariz, concretamente en el orificio izquierdo. Desconocía
cómo había llegado allí y no recordaba nada de su anterior vida (si es que
acaso la tuvo); no tenía ningún recuerdo al respecto. Solo sabía que un día
apareció en esa nariz con una sola maleta. Esta contenía lo básico para viajar,
a saber: un pantalón oscuro perfectamente planchado; una camisa blanca, muy
blanca; unos bóxeres, unos calcetines negros, con sus bolitas de lana, prueba
evidente de que habían sido utilizados muchas veces; y por último, algunos productos
para el aseo personal y poco más... Bueno, también contenía una libreta y unos
pocos lápices.
Este hombre tampoco recordaba
su nombre, por lo que se refería a sí mismo simplemente como Yo.
Yo
era muy pequeñito, y se podía confundir perfectamente con un pelo de la nariz.
“Los diminutos ―pensaba él ―, esos son seres gigantes, caramba. Para pequeño ya estoy yo”.
Nunca bajo ningún concepto
salía de su cueva, aunque tampoco
había tenido hasta ahora necesidad de hacerlo. Algo le decía que no lo hiciera,
que era muy peligroso. Se limitaba a vivir sin más, sumido en su rutina diaria.
Cuando el dueño de la nariz se duchaba, aprovechaba las pequeñas gotas que
entraban para asearse. El asunto nutricional también lo tenía solucionado: cada
vez que el propietario de la nariz comía, seguro que algo caía dentro, pequeñas
migajas, pequeños restos de alimentos, imperceptibles para un humano de tamaño
normal, pero suficientes para proporcionarle a él el sustento.
Cierto día reunió el valor
suficiente como para asomarse mucho hacia afuera y ver claramente el mundo
exterior. En ese momento pudo ver el orificio del lado derecho, la otra cueva. No
parecía nada interesante y de ninguna de las maneras iba a ir hasta allí,
estaba muy lejos. A saber lo que le podría ocurrir si lo intentara: podría resbalar
y precipitarse al vacío, ser atacado por algún insecto gigante, o también ser
fulminado por una situación climatológica extrema. No, no correría ese riesgo, no
merecía la pena. Seguiría viviendo cómodamente en su cálido hogar.
Y así pasaban sus días en
aquella nariz. Todas las mañanas se cambiaba de ropa, lavaba la del día
anterior, la alisaba delicadamente con sus manos y la metía de nuevo en su maleta.
Comía tres veces al día (y con suerte alguna vez más), y dormía plácidamente
todas las noches. Aquella parecía una magnífica forma de vivir… Hasta que un
día, estando él descansando con los brazos detrás de la nuca y mientras se
apoyaba en una de las paredes interiores, le pareció oír algo. Sonaba bajito
pero estaba casi seguro de que era alguien gritando. Aquel sonido venía del
otro orificio, no cabía duda. Pegó la oreja para escuchar mejor.
―¡Socorro! ―pudo escuchar―.
¡Socorro!¡Ayuda!
Se levantó sobresaltado. ¿Era
posible que alguien más viviera en su nariz? Empezó a andar en círculos
mientras intentaba decidir qué hacer. Si aquella voz era de una persona, estaba
claro que andaba metida en problemas. Tenía que hacer algo, no podía dejar que
otro sufriera, pero le daba mucho miedo el viaje. Volvió a pegar la oreja. Suspiró.
Le pareció escuchar un extraño alboroto. Contuvo un segundo la respiración y
entornó los ojos.
―¡Fuera! ¡Déjame! ―distinguió.
Rígido como estaba, cerró ambos
puños mientras se dirigía tembloroso hacia la salida.
Fuera era de noche y hacía
mucho viento, lo cual empeoraba muchos las cosas. Se agarró con mucho miedo al
lateral de la nariz mientras pensaba en no mirar hacia abajo. Naturalmente,
miró. Empezó a recorrer el camino hacia la otra cueva muy, muy despacio.
Parecía que estuviera en uno de los últimos pisos de un rascacielos, andando
por la cornisa para alcanzar otra ventana próxima a la suya. Una gran ráfaga de
viento le hizo detenerse. Se agarró abrazando la pared con una fuerza
sobrehumana. No sabía si temblaba de frio o de puro miedo. Por un momento no
pudo moverse, hasta que la oyó de nuevo:
―¡Socorro!
¿Era la voz de una mujer?
―¡Pobrecilla, a saber lo que le
estará pasando! ―se dijo para sí mientras reanudaba la marcha.
Por fin pudo alcanzar el borde
del otro orificio, el de la pared interior. Ya casi estaba. Se agarró muy
fuerte mientras basculaba hacia dentro. Finalmente consiguió entrar. La
estancia estaba iluminada por algo parecido a una vela, y pudo verlos peleando
en el suelo: una especie de insecto, como una araña con las patas cortas,
estaba encima de una mujer. La mujer, provista de un palo, intentaba deshacerse de aquel monstruo como
podía.
Fue hacia ellos y se quedó
parado muy cerca sin saber muy bien qué hacer.
―¡Ayúdame!
Yo intentó
coger al monstruo pero este no se dejaba, no paraba quieto. De puro asco
tampoco podía hacer gran cosa. Cerró los ojos y le aplicó con las manos una
tenaza a aquel ser. Tiró de su espalda y consiguió separarlo de la mujer. Se
encontró con aquel bicho entre sus brazos. Y con los brazos estirados lo alzó
por encima de su cabeza. Pesaba mucho menos de lo que parecía. Yo se quedó perplejo viendo cómo aquella
especie de araña intentaba zafarse de él con movimientos rápidos y nerviosos.
―¡Deshazte de él! ―ella
le sacó del trance.
Mientras iba hacia la salida,
el monstruo no paraba un segundo de moverse. Yo lo tiró afuera sin más contemplaciones.
―¿Estás bien? ―le
preguntó a ella.
―Sí, muchas gracias. Me has
salvado.
―No es nada ―dijo
sonriendo y ligeramente ruborizado.
―¿Qué era esa cosa?
―No estoy seguro, pero creo que
él estaba más asustado que nosotros.
―Pues espero que no vuelva. ¿Podrías
quedarte un rato?
―Claro. No te preocupes, no creo
que vuelva.
Y Yo se quedó un rato... y el rato se convirtió en toda la noche, la
noche en varios días... Y sin darse cuenta acabó viviendo con ella. Se hicieron
inseparables. Ya no había rutina. Todos los días eran un descubrimiento.
Por fortuna, su humano solía
frecuentar el campo. Y cuando esto sucedía, les gustaba salir y disfrutar de
aquellas sensaciones que solo se sienten en verano, en los días de mucho calor.
Desde su privilegiada posición ambos veían sonriendo un interminable campo de
flores. Entonces, cerraban los ojos y percibían los olores de muchas de ellas
mientras dejaban que el sol les acariciara la cara agarrados de la mano.
Pero un día, un estornudo les
pilló por sorpresa y ella no pudo agarrarse a tiempo, y Yo vio impotente cómo se precipitaba al campo de flores. Pero ella,
lejos de estar asustada, sonreía mientras caía. Y con los ojos brillantes, se
rodeó la boca con las manos y dijo en voz alta: “te esperaré”.
Mientras sentía la brisa en el
borde de aquel orificio, Yo se colocó
el sombrero, se ajustó la corbata y cerró los ojos.
―Allá vamos ―dijo.
*Desde aquí mando un fuerte abrazos a todos los compañeros y amigos de Valencia Escribe, y mi agradecimiento por invitarme a participar a todos los administradores.
Nicolás Aguilar
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