Después de la crisis de
los cuarenta vino la de los cincuenta junto con las deudas, hijos post-adolescentes
irrespetuosos y un país capaz de provocar cada día la muerte a miles de
inocentes con sólo mirar el periódico. Fue entonces cuando José Tomás López decidió
que lo mejor de la vida ya había pasado.
Lo de comprarse la
moto y viajar por lugares inimaginables era cosa del pasado. Se había tirado en
parapente, en paracaídas y hasta había hecho puenting (con conato de muerte
incluido). Las borracheras y la marihuana resultaban apuestas insulsas después
de mil y una noches. Incluso su paso por comisaría en estado deplorable podría
haberle animado a contar la hazaña en otra época, pero esta vez sólo hizo que
sus hijos dejaran de hablarle definitivamente.
Las canas, las
arrugas y esa barriga cervecera eran testigos y marcas de una vida malgastada. Su
mujer la llamaba “una vida de sinsabores”, por suavizar la forma de verla. Los
amigos de la infancia se habían quedado en la adolescencia, los de la
adolescencia eran unos cuarentones rebeldes y los de los cuarenta eran unos
viejos chotos. José Tomás López comenzó los trámites de divorcio porque estaba
harto de aguantarse a sí mismo discutiendo con su mujer y la exmujer de José
Tomás hizo una fiesta cuando salió la sentencia.
Desde fuera todo
iba sobre ruedas y aunque José estaba hecho una mierda por dentro. Nada más
cumplir los once lustros se prometió una cosa (en secreto): “si no encuentro un
sentido a esta vida de mierda antes de los sesenta, me voy a comprar una
pistola”.
A la semana de su cumpleaños
faltó al trabajo. No tenía amigos, ni mujer, ni ambiciones, ni una mierda. Supo
entonces que lo mejor que podía hacer era buscar una armería y dejar de perder el
tiempo.
En su pueblo nadie
tenía armas. Era uno de esos pueblos raros en los que la caza no estaba de
moda. Añoró vivir en Austin, Albuquerque o cualquier pueblucho yanqui en el que
conseguir una cuarenta y cinco era más fácil que comprar una botella de wiskey.
Organizó un viaje a
la capital de provincia y preguntando por aquí y por allí —como era su
costumbre— no le fue difícil llegar a la mejor armería, la más reputada.
—Deme una cuarenta
y cinco, por favor. Y balas.
—¿Disculpe?, ¡buenos
días! ¿Tiene usted certificado médico, foto carnet y ha rellenado los
formularios de solicitud?
Maldita burocracia
del demonio. ¿Hacía falta estar sano para pegarse un tiro? Sonrió por dentro y
disculpándose preguntó a la guapa dependienta los trámites necesarios para
hacerse con la dichosa vía de escape de este mundo de mierda.
Hizo cola en una estúpida
oficina, para hacerse unas sandeces llamadas exámenes de rutina y pasar unas
pruebas para retardados mentales. Salió del local a fumarse un cigarrillo
mientras le preparaban un papelucho de pacotilla —que llamaban certificado
médico de armas— que decía que estaba sano, cosa que él sabía que no era verdad.
Rellenó después unos formularios en los que mintiendo en más de la mitad de las
preguntas. Ni el sicólogo más avispado podría pensar que ese viejo inútil de
gafas tenía serias intenciones separatistas (como él llamaba al suicidio: separarse
del estado viviente).
Ya de regreso en la
armería y transcurrida una semana desde su anterior visita, José se acercó al
mostrador estirando la mano derecha con la palma hacia arriba y encima de la
misma mostraba orgulloso el certificado, el formulario (con un sello que
acreditaba su salud mental) y una foto carnet.
—Aquí tiene. Deme
por favor una cuarenta y cinco—, la dependienta permanecía callada mirándole y
él pensó que algo no iba bien, hizo una pausa y prosiguió —, ah, y balas. Dos
cajas de balas.
—Buenos días, antes
que nada.
—Buenos días.
—Así mejor.
—¿Cómo dice?
—Digo que así mejor.
La cortesía y las buenas maneras nunca están de más.
José estaba
extrañado por la estúpida forma de tratar a los clientes que tenía la
dependienta. Estaba muy buena, un cañón, pero no le daba derecho a una ser
estúpida con los clientes. Calló. Quería era su cuarenta y cinco para de allí e
ir a charlar un rato con la separatista…
—¿Para qué quiere
el arma?
—Lea el formulario.
—Vale. Bueno, le
preguntaba porque es mejor así. Me gusta saber para qué quiere su arma la
gente, así en todo caso puedo aconsejarle y…
—Soy un loco. Soy
un enfermo y quiero matar a medio pueblo.
La chica sonrió
nerviosa y luego al ver que él también lo hacía soltó una risa muy seductora
casi sin quererlo. Giró un poco su cabeza sintiéndose intimidada por el cliente
y le miró de reojo.
—Perdone, es sólo
una formalidad. Todo el mundo viene con sus formularios, sus certificados y su
foto y eso es un rollo. Me paso el día imaginando cosas, ¿sabe?
—¿Qué tipo de
cosas? —dijo José, extrañado de lo que decía su boca.
—No sé. Usted sabe.
Cosas… Lo que la gente hará con las armas que le vendo.
—Pues no tiene más
que leer los formularios. Cazar, protegerse, tiro al blanco…—José hizo un gesto
incómodo, nervioso. ¿Qué estaba haciendo? La chica le caía bien, la charla era
interesante, pero estaba primero la cuarenta y cinco. Ahora iba a tener que
aguantar las preocupaciones de una chavala amargada con su vida de mierda,
¡premio!
—Puede ser. Tiene
razón. Pero leo los periódicos y me preocupo. Se me encoge el corazón al pensar
que alguna de las armas que he vendido… Yo soy una pobre dependienta, no me
malentienda, soy una estúpida chica a la que toca vender armas y pienso… ¿Y si
aquel asesinato? ¿Y si ese hombre que mató a su mujer? ¿Y si ese chiquillo que
se mató jugando en casa…?
La chica estaba a
punto de llorar. ¿Una dependienta de una armería podía tener esos pensamientos?
José pensó en largarse al instante sin decir una palabra más a la hermosa
morena, pero algo lo retuvo. Debía ser el arma, su necesidad imperiosa de
hacerse con el objeto secesionista por naturaleza.
—No quiero ser
pesado, señorita, pero ¿podría darme una cuarenta y cinco, dos cajas de balas y
cobrarme?
—Ah, oh, sí,
perdone, señor… Tomás. ¿No es usted algo de Alba de Tomás?
Era su prima por
parte de madre. Maldito pueblo de mierda, maldita capital donde todos iban a
parar tarde o temprano, malditas conexiones siderales y malditas casualidades.
—No, no la conozco.
—Ah, que raro, se
parecen bastante.
José creó un
silencio incómodo que sólo le incomodaba a él. La chica fue a la vitrina donde
estaban las cuarenta y cinco. Trajo tres armas. Parecían idénticas y aunque
ella intentó explicarle mil diferencias, ventajas e inconvenientes de cada una,
él sólo podía pensar en el valiosísimo tiempo que estaba perdiendo con esa
hermosa chica que podría haber sido su novia hacía veinte años y que ahora no
era más que una cara bonita y pesada, muy pesada.
—Me quedo con la
del medio.
—¿Se la envuelvo
para regalo?
—¡No! —dijo gritando, y después de disculparse añadió —y
no olvide las balas.
—Era broma lo de envolverla para regalo.¡Ah! Qué tonta,
se me olvidaban las balas… Claro, sin balas no hay diversión…
—“Eso, diversión” murmuró el cliente
—¿Cómo dice?
—Nada, ¿cuánto le debo?
Estaba terminando de pagar cuando entró por la puerta
Carlos, su hijo.
—¿Papá?
—Eh, em, ¿Carlos? Qué sorpresa…
—Hola Charly, ¿se conocen?
—Sí, es…, es…, mi padre…
—¡Tomás…!
¡Claro, qué tonta…! Y yo diciéndole que si conocía a Alba, si… —la chica estaba
confusa y trataba de pensar porqué no había pensado en el apellido de su Charly
cuando…
—Ah, no sabía que estabas saliendo…
—Eh mmm, sí papá, te presento a Lucía, mi… bueno, eso,
ya sabes.
—Me alegro, bueno, los dejo, tengo que… Bueno… que lo
pasen… ¿bien? Ya me entienden, cuídense, no quise…, bueno, no vemos, adiós.
—Adiós papá
—Adiós señor Tomás, que disfrute su cuarenta y cinco…
—¿Una cuarenta y cinco?¿Papá?
—Nuevo hobbie, ya te contaré… nos vemos hijo. Adiós
Lucía…
Ahora ya no iba a ser tan fácil.
Abrió la puerta de
su asqueroso departamento de soltero nuevo.
La penumbra y el
olor a sudor y calcetines sucios le recordaron su misión, pero sabía que ahora
no iba a ser nada fácil acometerla.
Retiró mierda del
sofá y encendió la televisión para tener algo de luz. Un programa del corazón —de
esos donde humillan a un ex famoso que muerto de hambre acude a mostrar su vida
de mierda— alumbraba con rojos y azules el tambor de la cuarenta y cinco vacío
y la caja de las balas. Una a una iban llenando el tambor mientras los ojos de
Carlos se reflejaban en el culo de las balas, mientras la cara de Lucía giraba
con el riiiiilll del tambor sobre su eje. El crick del arma al cerrarse llevó a
José a abrazar a una nieta imaginaria con los labios y la sonrisa de Lucía y
los ojos de Carlos, con la mirada de Carlos diciendo “¿Papa?”, con los ojuelos
en la mejilla de la Lucía del “Adiós señor Tomás”, con el frío del cañón en la
boca, con cincuenta y cinco años de vida de mierda, con las frustraciones y con
la puta de su prima Alba que nunca había querido casarse ni tener hijos ni
disfrutar viéndolos crecer ni emocionarse llevándolos al cole, ni destruirse
los riñones mientras les enseñaba a andar en bici y llorar al verlos andar
solos. La puta de su prima Alba harta de dinero y joyas y no sabía lo hermosa
que era la vida porque no tenía hijos, porque no tenía una familia como él,
porque tenía de todo pero no tenía nada, como él, porque no tenía, porque no,
porque… ¿por qué coño tenía una cuarenta y cinco en la boca?
—Buenas tardes
Lucía.
—Buenas tardes
señor Tomás ¿Cómo le fue con la cuarenta y cinco?
—Bien, me alegro de
verte.
—Ah, eh, yo
también. ¿Qué tal le fue con su arma? ¿Pudo probarla?
—No. Vengo a
devolverla.
—¿Algún problema? ¿Falló,
es incómoda? ¿Quiere ver otros modelos?
—Ningún problema. Ya
no la necesito.
—No entiendo. Bueno,
puede devolverla si quiere, pero… ¿Dígame en qué puedo ayudarle, me siento mal
que su compra, ya sabe?
—Si puedes
ayudarme. ¿Vienes a cenar con Carlos a casa? El viernes, si les parece. Quiero
celebrar de nuevo mi cumpleaños y me encantaría que vinierais.
Pernando Gaztelu
Qué lindo cuento, Pernando! Tan bien llevado, una trama con sensibilidad de principio a fin. Ojalá yo pudiera terminar los cuentos bien, como vos. Entre el vacío y la esperanza, transmitiste esas pequeñas y grandes cosas que permiten seguir. Te felicito, amigo!
ResponderEliminar"Quería era su cuarenta y cinco para de allí e ir a charlar un rato con la separatista" me parece confuso.