jueves, 18 de septiembre de 2014

Cuarenta y cinco

Después de la crisis de los cuarenta vino la de los cincuenta junto con las deudas, hijos post-adolescentes irrespetuosos y un país capaz de provocar cada día la muerte a miles de inocentes con sólo mirar el periódico. Fue entonces cuando José Tomás López decidió que lo mejor de la vida ya había pasado.

Lo de comprarse la moto y viajar por lugares inimaginables era cosa del pasado. Se había tirado en parapente, en paracaídas y hasta había hecho puenting (con conato de muerte incluido). Las borracheras y la marihuana resultaban apuestas insulsas después de mil y una noches. Incluso su paso por comisaría en estado deplorable podría haberle animado a contar la hazaña en otra época, pero esta vez sólo hizo que sus hijos dejaran de hablarle definitivamente.

Las canas, las arrugas y esa barriga cervecera eran testigos y marcas de una vida malgastada. Su mujer la llamaba “una vida de sinsabores”, por suavizar la forma de verla. Los amigos de la infancia se habían quedado en la adolescencia, los de la adolescencia eran unos cuarentones rebeldes y los de los cuarenta eran unos viejos chotos. José Tomás López comenzó los trámites de divorcio porque estaba harto de aguantarse a sí mismo discutiendo con su mujer y la exmujer de José Tomás hizo una fiesta cuando salió la sentencia.

Desde fuera todo iba sobre ruedas y aunque José estaba hecho una mierda por dentro. Nada más cumplir los once lustros se prometió una cosa (en secreto): “si no encuentro un sentido a esta vida de mierda antes de los sesenta, me voy a comprar una pistola”.

A la semana de su cumpleaños faltó al trabajo. No tenía amigos, ni mujer, ni ambiciones, ni una mierda. Supo entonces que lo mejor que podía hacer era buscar una armería y dejar de perder el tiempo.

En su pueblo nadie tenía armas. Era uno de esos pueblos raros en los que la caza no estaba de moda. Añoró vivir en Austin, Albuquerque o cualquier pueblucho yanqui en el que conseguir una cuarenta y cinco era más fácil que comprar una botella de wiskey.

Organizó un viaje a la capital de provincia y preguntando por aquí y por allí —como era su costumbre— no le fue difícil llegar a la mejor armería, la más reputada.

—Deme una cuarenta y cinco, por favor. Y balas.
—¿Disculpe?, ¡buenos días! ¿Tiene usted certificado médico, foto carnet y ha rellenado los formularios de solicitud?



Maldita burocracia del demonio. ¿Hacía falta estar sano para pegarse un tiro? Sonrió por dentro y disculpándose preguntó a la guapa dependienta los trámites necesarios para hacerse con la dichosa vía de escape de este mundo de mierda.

Hizo cola en una estúpida oficina, para hacerse unas sandeces llamadas exámenes de rutina y pasar unas pruebas para retardados mentales. Salió del local a fumarse un cigarrillo mientras le preparaban un papelucho de pacotilla —que llamaban certificado médico de armas— que decía que estaba sano, cosa que él sabía que no era verdad. Rellenó después unos formularios en los que mintiendo en más de la mitad de las preguntas. Ni el sicólogo más avispado podría pensar que ese viejo inútil de gafas tenía serias intenciones separatistas (como él llamaba al suicidio: separarse del estado viviente).

Ya de regreso en la armería y transcurrida una semana desde su anterior visita, José se acercó al mostrador estirando la mano derecha con la palma hacia arriba y encima de la misma mostraba orgulloso el certificado, el formulario (con un sello que acreditaba su salud mental) y una foto carnet.

—Aquí tiene. Deme por favor una cuarenta y cinco—, la dependienta permanecía callada mirándole y él pensó que algo no iba bien, hizo una pausa y prosiguió —, ah, y balas. Dos cajas de balas.
—Buenos días, antes que nada.
—Buenos días.
—Así mejor.
—¿Cómo dice?
—Digo que así mejor. La cortesía y las buenas maneras nunca están de más.

José estaba extrañado por la estúpida forma de tratar a los clientes que tenía la dependienta. Estaba muy buena, un cañón, pero no le daba derecho a una ser estúpida con los clientes. Calló. Quería era su cuarenta y cinco para de allí e ir a charlar un rato con la separatista…

—¿Para qué quiere el arma?
—Lea el formulario.
—Vale. Bueno, le preguntaba porque es mejor así. Me gusta saber para qué quiere su arma la gente, así en todo caso puedo aconsejarle y…
—Soy un loco. Soy un enfermo y quiero matar a medio pueblo.
La chica sonrió nerviosa y luego al ver que él también lo hacía soltó una risa muy seductora casi sin quererlo. Giró un poco su cabeza sintiéndose intimidada por el cliente y le miró de reojo.
—Perdone, es sólo una formalidad. Todo el mundo viene con sus formularios, sus certificados y su foto y eso es un rollo. Me paso el día imaginando cosas, ¿sabe?
—¿Qué tipo de cosas? —dijo José, extrañado de lo que decía su boca.
—No sé. Usted sabe. Cosas… Lo que la gente hará con las armas que le vendo.
—Pues no tiene más que leer los formularios. Cazar, protegerse, tiro al blanco…—José hizo un gesto incómodo, nervioso. ¿Qué estaba haciendo? La chica le caía bien, la charla era interesante, pero estaba primero la cuarenta y cinco. Ahora iba a tener que aguantar las preocupaciones de una chavala amargada con su vida de mierda, ¡premio!
—Puede ser. Tiene razón. Pero leo los periódicos y me preocupo. Se me encoge el corazón al pensar que alguna de las armas que he vendido… Yo soy una pobre dependienta, no me malentienda, soy una estúpida chica a la que toca vender armas y pienso… ¿Y si aquel asesinato? ¿Y si ese hombre que mató a su mujer? ¿Y si ese chiquillo que se mató jugando en casa…?

La chica estaba a punto de llorar. ¿Una dependienta de una armería podía tener esos pensamientos? José pensó en largarse al instante sin decir una palabra más a la hermosa morena, pero algo lo retuvo. Debía ser el arma, su necesidad imperiosa de hacerse con el objeto secesionista por naturaleza.

—No quiero ser pesado, señorita, pero ¿podría darme una cuarenta y cinco, dos cajas de balas y cobrarme?
—Ah, oh, sí, perdone, señor… Tomás. ¿No es usted algo de Alba de Tomás?

Era su prima por parte de madre. Maldito pueblo de mierda, maldita capital donde todos iban a parar tarde o temprano, malditas conexiones siderales y malditas casualidades.

—No, no la conozco.
—Ah, que raro, se parecen bastante.

José creó un silencio incómodo que sólo le incomodaba a él. La chica fue a la vitrina donde estaban las cuarenta y cinco. Trajo tres armas. Parecían idénticas y aunque ella intentó explicarle mil diferencias, ventajas e inconvenientes de cada una, él sólo podía pensar en el valiosísimo tiempo que estaba perdiendo con esa hermosa chica que podría haber sido su novia hacía veinte años y que ahora no era más que una cara bonita y pesada, muy pesada.

—Me quedo con la del medio.
—¿Se la envuelvo para regalo?
—¡No! —dijo gritando, y después de disculparse añadió —y no olvide las balas.
—Era broma lo de envolverla para regalo.¡Ah! Qué tonta, se me olvidaban las balas… Claro, sin balas no hay diversión…
—“Eso, diversión” murmuró el cliente
—¿Cómo dice?
—Nada, ¿cuánto le debo?

Estaba terminando de pagar cuando entró por la puerta Carlos, su hijo.

—¿Papá?
—Eh, em, ¿Carlos? Qué sorpresa…
—Hola Charly, ¿se conocen?
—Sí, es…, es…, mi padre…
—¡Tomás…! ¡Claro, qué tonta…! Y yo diciéndole que si conocía a Alba, si… —la chica estaba confusa y trataba de pensar porqué no había pensado en el apellido de su Charly cuando…
—Ah, no sabía que estabas saliendo…
—Eh mmm, sí papá, te presento a Lucía, mi… bueno, eso, ya sabes.
—Me alegro, bueno, los dejo, tengo que… Bueno… que lo pasen… ¿bien? Ya me entienden, cuídense, no quise…, bueno, no vemos, adiós.
—Adiós papá
—Adiós señor Tomás, que disfrute su cuarenta y cinco…
—¿Una cuarenta y cinco?¿Papá?
—Nuevo hobbie, ya te contaré… nos vemos hijo. Adiós Lucía…

Ahora ya no iba a ser tan fácil.

Abrió la puerta de su asqueroso departamento de soltero nuevo.
La penumbra y el olor a sudor y calcetines sucios le recordaron su misión, pero sabía que ahora no iba a ser nada fácil acometerla.

Retiró mierda del sofá y encendió la televisión para tener algo de luz. Un programa del corazón —de esos donde humillan a un ex famoso que muerto de hambre acude a mostrar su vida de mierda— alumbraba con rojos y azules el tambor de la cuarenta y cinco vacío y la caja de las balas. Una a una iban llenando el tambor mientras los ojos de Carlos se reflejaban en el culo de las balas, mientras la cara de Lucía giraba con el riiiiilll del tambor sobre su eje. El crick del arma al cerrarse llevó a José a abrazar a una nieta imaginaria con los labios y la sonrisa de Lucía y los ojos de Carlos, con la mirada de Carlos diciendo “¿Papa?”, con los ojuelos en la mejilla de la Lucía del “Adiós señor Tomás”, con el frío del cañón en la boca, con cincuenta y cinco años de vida de mierda, con las frustraciones y con la puta de su prima Alba que nunca había querido casarse ni tener hijos ni disfrutar viéndolos crecer ni emocionarse llevándolos al cole, ni destruirse los riñones mientras les enseñaba a andar en bici y llorar al verlos andar solos. La puta de su prima Alba harta de dinero y joyas y no sabía lo hermosa que era la vida porque no tenía hijos, porque no tenía una familia como él, porque tenía de todo pero no tenía nada, como él, porque no tenía, porque no, porque… ¿por qué coño tenía una cuarenta y cinco en la boca?

—Buenas tardes Lucía.
—Buenas tardes señor Tomás ¿Cómo le fue con la cuarenta y cinco?
—Bien, me alegro de verte.
—Ah, eh, yo también. ¿Qué tal le fue con su arma? ¿Pudo probarla?
—No. Vengo a devolverla.
—¿Algún problema? ¿Falló, es incómoda? ¿Quiere ver otros modelos?
—Ningún problema. Ya no la necesito.
—No entiendo. Bueno, puede devolverla si quiere, pero… ¿Dígame en qué puedo ayudarle, me siento mal que su compra, ya sabe?
—Si puedes ayudarme. ¿Vienes a cenar con Carlos a casa? El viernes, si les parece. Quiero celebrar de nuevo mi cumpleaños y me encantaría que vinierais.


Pernando Gaztelu

1 comentario:

  1. Qué lindo cuento, Pernando! Tan bien llevado, una trama con sensibilidad de principio a fin. Ojalá yo pudiera terminar los cuentos bien, como vos. Entre el vacío y la esperanza, transmitiste esas pequeñas y grandes cosas que permiten seguir. Te felicito, amigo!

    "Quería era su cuarenta y cinco para de allí e ir a charlar un rato con la separatista" me parece confuso.

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