Esta es la historia de un joven emprendedor de un pequeño
pueblo, ubicado en la España profunda y tantas veces olvidada, que un día tuvo
un sueño.
A su madre le encantaban las películas de romanos que los
sábados, en su juventud, proyectaban en el cine/casino de la Plaza Mayor. Quizás
por eso tuvo muy claro, durante el embarazo, que si era niña se llamaría
Claudia y Augusto si venía con colita. Al padre de la criatura nadie le iba a
mover de sus arraigadas tradiciones familiares: Su bisabuelo fue Nicanor, el
Nabo, su abuelo, su padre y el mismo, llevaban con orgullo el nombre de
Nicanor. Su vástago sería Nicanor, por supuesto. El apodo “Nabo” les venía por
su oficio: Agricultores. Mayoritariamente se dedicaban a la cosecha de
calabazas, rábanos, pepinos y nabos.
El pequeño Nicanor Augusto Sánchez Abundio quedó huérfano
a la temprana edad de cinco años, siendo su abuelo Nicanor el que se hizo cargo de su educación y cuidado, enseñándole
todo lo que debía saber acerca de los cultivos de la huerta, creciendo rodeado
de brasicáceas, vainas, cucurbitáceas y hortalizas. Bueno, en realidad no es
que creciera demasiado, sus compañeros de colegio le llamaban cariñosamente “Canito”,
por lo esmirriado, enclenque y gilitocho que era. A él no le
importaba, vivía en su nube (en la pola, decimos por aquí) y siempre sonreía a
todos. Aparte es la mención a la costumbre que tenía de firmar los exámenes con
sus iniciales: N.A.S.A.
Como decía al comienzo del relato, Nicanor, Canito o el
Nabo, como prefieran ustedes, tenía un sueño: Quería ser astronauta, viajar a
través de las galaxias… Y plantar sus nabos por todo el universo, conocido y
desconocido.
A los quince años comenzó a desarrollar nuevas
inquietudes y a experimentar nuevas técnicas de cultivo. Motivado en parte por
el cambio climático, en parte por un claro síndrome de Diógenes, además de una
evidente falta de amor maternal acompañada en este caldo (al que siempre le
faltaron un par de hervores), la férrea disciplina de su abuelo, tristemente
fallecido el invierno anterior. Era frecuente verle recogiendo envases plásticos
o de vidrio de las basuras, y pintando con spray de colores en vallas y muros sus
iniciales, N.A.S.A.
- Canito, ¿Dónde vas cargado con todo eso? – Le preguntaban.
- Tengo que preparar mis nabos.
- ¿Con botellas plásticas?
- Claro, tienen que aprender a sobrevivir en cautividad.
En las naves espaciales hay muy poco espacio y cuando me los lleve conmigo no
quiero que se mueran. Deben hacerse fuertes.
Aquel jueves de septiembre, Antonia estaba sentada en el
banco de la parada del autobús de línea. Era muy temprano. Antonia era ya una
mujer más que madura cuyo único objetivo
en la vida era el de recibir y despedir a los viajeros del autobús.
¿Quién sabe si no esperaría a su príncipe azul?, aunque
imagino que ya le daría igual que fuera rojo, amarillo, verde o lila. Era la
solterona del pueblo; parecía hecha en la misma cazuela que Nicanor y con la
misma cocción… Incompleta. Todos la conocían como Antoñita “la Fantástica”.
- ¿Te vas de viaje, Canito? – Preguntó al muchacho cuando
este se sentó a su lado en el banco, colocando la pesada maleta entre sus
piernas.
- Me voy a las Américas, pero no se lo cuentes a nadie.
- Vale. – Ya no pronunciaron palabra hasta la llegada del
autobús que habría de cubrir la primera etapa del largo viaje del chico.
Apenas arrancó el vehículo, a Antoñita la Fantástica le
faltó tiempo para salir por piernas y despertar a gritos a todos los vecinos.
- ¡Nicanor se marchó a Nueva York!, ¡Nicanor se marchó a
Nueva York!
Esto sucedió hace un par de años, y hasta hace unos días,
en que se produjo el suceso, el pueblo
vivía en su apacible y rutinaria tranquilidad. Todos vieron la noticia en la
televisión y los periódicos. No había más comentario en los corrillos, tabernas
y secadores de pelo de la peluquería de Angelita.
“La
NASA plantará nabos en la Luna en el año 2015”.