Aquél
verano, decidimos recorrer gran parte de Marruecos a nuestro aire, a nuestro
ritmo, evitando en lo posible los circuitos turísticos y el Marruecos que las
agencias nos quieren vender. Buscábamos lo auténtico, las mil y una noches, el
azul y el verde. La libertad del viajero contra el antifaz del turista.
De Bilbao
a Málaga en avión, autobús hasta Tarifa, Ferry hasta Tánger y 14 horas de tren
hasta Marrakech. Dos días perdidos por su zoco para recuperar fuerzas,
respirando el curtido de las pieles con excremento de paloma, durmiendo en la
terraza del Babá Hotel, comiendo tajin y cous-cous donde comen ellos, bebiendo
zumo de naranja por una miseria y saboreando bnaná (té con hierbabuena) al caer
la noche sobre la plaza de Djemaa el Fna, la plaza de los muertos.
De nuevo
en marcha, autobús de línea que atraviesa sin cuidado los Atlas por la noche,
con el estómago hecho tabaco, pero la ilusión intacta. Llegamos a Ouarzazate a
las 2 de la madrugada, nos quedamos en el Hotel Alí, hasta que la
gastroenteritis de Jenny, dio paso a una ligera molestia de estómago. El batido
de aguacate y plátano preparado por Fátima, fue como ella dijo, un verdadero
milagro.
En una
pequeña tienda de artesanía del centro, conocí a Abdul. Le conté nuestra
intención de llegar a Erg Chigaga en el desierto del Sahara y subir la duna más
alta de Marruecos. Me dijo, que su primo Nordine, Tuareg como él, organizaba de
forma ilegal ese tipo de viajes y casualmente, saldrían hacia allí a la mañana
siguiente con tres turistas holandesas. Tras negociar el precio bebiendo té y
tocando el djembé durante un par de horas, llegamos a un acuerdo. El precio de
salida, fue de 1500 dirhams por persona y al final se nos quedó en 750 para los
dos, una ganga, si pensamos que incluía: transporte en Land Rover (800km a
través del desierto) y camellos, una noche de alojamiento en una jaima o al
raso, según la climatología de aquel día, comida, bebida, guías y folklore. Cuando
le pregunté por el seguro de ese viaje, me respondió que nuestro seguro lo
cubriría. Claro, suponiendo que lo hubiésemos contratado en España. Nos dimos
la mano y quedamos para la mañana siguiente.
El viaje
en jeep, fue peor que el Éxodo: 12 horas en una tartana de 6 plazas ocupada por
8 adultos, tres delante, cuatro detrás y Hafed en el techo, tumbado encima del
equipaje. El aire acondicionado no venía de serie, abrir las ventanillas no fue
una buena idea, el polvo del desierto actuó como una lijadora sobre nuestras
caras. El termómetro de mi reloj llegó a marcar 62º, si a eso le añadimos la
cinta de Tracy Chatman, que escuchamos una y otra vez, turnándonos en su
rebobinado manual con un bolígrafo bic, os podeis imaginar el viajecito. He
sido incapaz de volver a escuchar “talking about the revolution” desde
entonces.
Tras
parar en un oasis clandestino en mitad del desierto, a instancias de Nordine, (para
hacernos con 2 botellas de rioja a 8 euros cada una, sin posibilidad de
regateo, sacadas de una nevera kelvinator atada con una cadena y situada en el
centro de una choza de adobe, custodiada por un bereber, de cuyo cuello colgaba
una AK-47), llegamos a las inmediaciones de Erg Chigaga con la noche recién
estrenada.
Nordine,
Hafed y Abdul, que al final vino en calidad de guía, se esmeraron en
prepararnos una gran cama sobre la arena del desierto, nos dieron media botella
del vino de estraperlo, un tajin humeante y las buenas noches con cierta
urgencia. Mientras, ellos se disponían a subir con las tres holandesas (no me
preguntéis sus nombres) a lo alto de la duna, para cenar arriba.
Nosotros,
también queríamos ir, pero los tuaregs, con educación, nos cerraron la puerta
de aquella aventura, argumentando que era más bonito subir al amanecer.
No me
hizo falta pensar mucho para entender la jugada. Expliqué a la contrariada
Jenny las intenciones donjuanescas de nuestros guías. Al fin y al cabo,
nosotros éramos pareja y ellos eran tres para tres. Claudicamos.
Se
perdieron en la oscuridad del desierto, entre las risas de ellos y una ausencia
de sonido expectante de ellas. No tardaron en llegar a lo más alto. Desde abajo,
escuchábamos el djembé y la magnífica voz de Nordine, mientras entonaba una
canción tan antigua como la noche. Se terminó la música y se hizo el silencio.
Supe que aquél, era el momento elegido por los Tuaregs, para desplegar su ancestral
encanto. A los cinco minutos, las tres chicas bajaban corriendo y gritando de
la duna. Llegaron sofocadas hasta nuestra cama y nos preguntaron angustiadas si
podían pasar la noche con nosotros allí. No hacía falta que nos contaran lo que
había sucedido, era fácil de adivinar. Al final, pasé la noche en la cama con
cuatro mujeres sin cantar ni una sola canción. Las estrellas me sonreían.
Con los
primeros rayos de un sol que conoce cada palmo de su reino, Jenny y yo, subimos
Erg Chigaga. Es difícil describir su belleza, solo diré que la magia del
desierto descansa en su posición de antítesis de la vida, todo parece muerto y
sin embargo, si te paras a observarlo y escucharlo, está en constante
movimiento, se desplaza, pequeños seres reptan por su mar de arena con olas en
forma de dunas y los tuaregs pescan en sus aguas, capitaneando un barco de
miseria y resistencia.
Regresamos.
La tensión se podía cortar a golpe de cimitarra. Esta vez, una tormenta de
arena, nos obligó a ir a los 8 dentro del jeep, las 4 chicas detrás, Nordine y
yo en el medio sobre dos pequeños asientos abatibles, Abdul conduciendo y Hafed
a su lado. Las ventanillas cerradas.
Escuché
como Nordine le decía a Abdul en francés, que no entendía porque las chicas los
habían rechazado. Por lo visto, no era la primera vez que ocurría.
Nordine,
hablaba perfectamente el castellano y aprovechó que las holandesas no lo
hablaban, para incluirme en su pesar y contarme lo que había sucedido. Me contó,
que todo fue bien hasta que terminó la canción y una de las holandesas le
preguntó sobre qué trataba, él, dijo que sobre la vida en el desierto y poco
más, luego, se terminó el vino y la comida y una de las chicas se levantó,
Nordine, aprovechó el movimiento para agarrarla de la cintura, Hafed, copió a
su compañero y cogió de los hombros a otra de las chicas e intentó besarla,
entonces, todo se estropeó, comenzaron a gritar en holandés y se fueron
corriendo duna abajo. El resto de la historia ya la conocía.
Con
humildad, los tuareg son un pueblo orgulloso, me atreví a darle un consejo y le
dije:
-
Nordine, tienes un físico imponente, una voz extraordinaria y un exotismo
difícil de ignorar, debes aprovechar esas cualidades y la próxima vez que una
mujer te pregunte por el significado de una canción, debes mentir.
- No
entiendo lo que quieres decir.
- Verás,
la próxima vez que una mujer te lo pregunte, no debes desaprovechar la ocasión
para engatusarla, no olvides que la mayoría de los turistas no hablamos vuestro idioma y si nos cuentas que la canción dice tal cosa, lo creeremos seguro. Debes contar con esa voz profunda y llena de matices que
posees, una historia de este estilo: La canción es muy antigua y habla de mi
pueblo, los tuaregs. Dice la letra, que el corazón de un tuareg pertenece al
desierto, que el desierto es una amante celosa que demanda todo nuestro amor y
por eso somos solitarios, no podemos amar a una mujer, porque el desierto no lo
permitiría. Los tuaregs, somos a
un mismo tiempo, amantes y esclavos del desierto, es nuestra maldición y debemos vivir con ello. Podrías adornarlo un poco, diciendo que en el estribillo de la canción, se cuenta la historia de
cómo un joven y valiente tuareg llamado Safar, desafió al desierto enamorándose
de una extranjera, los dos tuvieron que huir en camello a través de las dunas
por la noche y nunca se volvió a saber de ellos.
Abdul, lo
estaba escuchando y no me había dado cuenta de que Nordine estaba tomando
apuntes, Abdul, conduciendo por una carretera llena de curvas con una sola mano,
se puso a mirar hacia atrás y a gritar a Nordine que lo apuntase todo, que la
historia era muy buena y que tenían que probar con ella en la próxima excursión
al desierto con mujeres.
Llegamos
a Ouarzazate y nos despedimos del grupo. Nordine, no sabía como agradecerme
aquella información tan valiosa y me regaló su Shesh, su turbante,
enseñándome cómo ponerlo. Vi como Abdul hablaba con Jenny y ella se reía mientras los
dos me miraban.
De camino
a Essaouira, la pregunté qué era lo que le había dicho Abdul en la despedida,
me contó que le había dicho: “tu hombre tiene una imaginación peligrosa”, a lo
que ella contestó, “a mi me lo vas a contar”. Por eso se reían.
Mientras
espero a que aparezcan nuestras mochilas por la cinta transportadora del
aeropuerto de Bilbao, pienso en nuestros amigos nómadas y deseo que hayan
sabido gestionar bien la ficción de sus canciones para aliviar, de alguna
forma, la soledad que les demanda el desierto.