En
el almuerzo saboreé sus labios que se entreabrían por la suave presión de mis
dedos. Se ofrecía a mi con la ansiedad
típica de los que descubren nuevas sensaciones y la intensidad de mi entrega parecía encontrar una respuesta idéntica, una
atracción sublime en donde el deseo se confundía con la tentación y ésta con el
acto finalmente satisfecho.
Había
prometido no volver a tener esta clase de encuentros clandestinos. Lo eran.
Nadie podía suponer que yo, una nutricionista reputada mantuviera este tipo de relaciones
esporádicas.
Descansaba
sobre la toalla en la playa de Cavallería escuchando música cuando el recuerdo
del encuentro volvió a mí incitándome a repetir la experiencia. La agitación no
me dejaba concentrarme en el libro que estaba leyendo. Antonio movía los
labios. Saque de mis oídos los auriculares. Me estaba invitando a pasear por el
arenal. Accedí. La arena quemaba con el sol. Por fin llegamos a la orilla.
Antonio no paraba de hablar. Mis pensamientos estaban en aquella piel
saboreada, en las sensaciones que me produjeron los pequeños mordiscos, lamer con suavidad y lentitud unos dedos
convertidos en miel. Los sonidos de la
playa, las voces de niños jugando, gritos gozosos de bañistas, las olas que
rompían en nuestros pies desaparecían de pronto. Solo el recuerdo se asomaba al
calor mediterráneo. Antonio me tocó levemente el hombro. Me apremiaba una
contestación, un si o un no, pero no había escuchado su pregunta. Me la repitió.
Me proponía irnos al hotel, salir a cenar al restaurante que habíamos visto de
camino a la playa. Accedí aunque mis planes eran otros bien distintos. El calor
era agobiante, unas pequeñas gotas de sudor me resbalaban por las sienes
llegando a mis gafas. Me las saqué y lancé un breve suspiro. Mientras recogíamos las toallas y las metía en la bolsa un pequeño ticket cayó
sobre la arena. Antonio lo recogió preguntándome con el papel entre sus dedos índice y corazón sobre
aquello. Como en otras ocasiones mi
reacción fue rápida y solventé la situación. Tomé el ticket y lo arrugué en mi
mano sin desecharlo. Era la prueba de mi encuentro y el tenerlo fuertemente
aprisionado en mi puño me provocó aún
más el deseo de un nuevo encuentro.
Los
primeros instantes de la cena iban transcurriendo con cierto nerviosismo por mi
parte pero Antonio siempre tuvo una habilidad especial para hacer que
situaciones en principio nada memorables se convirtiesen en momentos
inolvidables. Poco a poco fui descubriendo a otro Antonio. Fue en el postre cuando supe que realmente me
conocía, que conocía mis secretos, mis encuentros furtivos. Se levantó para
regresar al poco tiempo con aquellos labios que se entreabrirían con la suave
presión de mis dedos. Mi cuerpo de
pronto volvió a sentir el placer de ser acariciada por dentro sintiendo en mi
boca la dulzura de aquel cuerpo de chocolate perfecto, sintiendo como el placer
nacía en cada porción de milhoja de chocolate y trufas.
Hay infidelidades que pueden comprenderse y compartirse. Me ha gustado. Suerte, Margarita.
ResponderEliminar¡Menuda envidia de sentimientos!
ResponderEliminarMuy gustativo Margarita!! Me has dejado con las ganas...
ResponderEliminarCaray cuánta temperatura hay en esta historia...
ResponderEliminar¡Suerte!
Buena historia de verano querida Margarita. Nos has dejado con la miel en los labios.
ResponderEliminarHermoso relato
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