Había
una vez una chica muy hermosa y muy asustada. Vivía sola, excepto por un gato
sin nombre. Su apartamento estaba en la planta más alta de un bloque en el
centro de la ciudad. Era un pequeño reino en el que ella se sentía tranquila,
protegida de la gran urbe por sus cuatro paredes delgadas y blancas.
Por la
mañana se levantaba al amanecer, daba de comer a su gato y salía a trabajar.
Tomaba el autobús que la llevaba a un gran edificio de oficinas en las afueras,
donde pasaba su jornada escribiendo las notas que otras tomaban. mediodía se
compraba un bocadillo y un refresco en un kiosco, y se sentaba en un banco del
parque cercano, siempre el mismo y siempre sola.
Era una
joven bonita, con el largo pelo castaño liso y bien peinado, unos alegres ojos
negros que chispeaban cuando se reía y unas piernas largas y bien torneadas,
que le habían procurado muchos piropos cuando caminaba cerca de un grupo de
obreros. Algunas veces un compañero nuevo intentaba acercarse a ella, entablar
conversación, tal vez iniciar una relación. Pero nunca volvía, y ella se había
acostumbrado a comer su bocadillo acomodada en su banco del parque.
Regresaba
al trabajo junto con la multitud que formaban los oficinistas de la zona, todos
entrando a la misma hora, pasando el resto del día haciendo el mismo trabajo,
hasta la hora de salida. Fichaba y bajaba al metro, tomando el primer tren
junto con decenas de ejecutivos que la miraban ocasionalmente, a veces con
lujuria en los ojos.
Llegaba
a casa y su rostro se iluminaba. Durante el verano llegaba a tiempo para ver
hundirse al sol entre los tejados de la ciudad, mientras las luces de las
torres se encendían, y con las miles de farolas convertían el suelo en un cielo
de estrellas anaranjadas. El gato siempre la recibía en la puerta. Era un gato
atigrado, de ojos verdes y pelaje espeso, que se enroscaba en su pierna, sin
dejar de maullar y seguirla.
Ella
llegaba, se desnudaba en su habitación y salía al balcón para ver el ocaso, con
el gato en brazos. Mientras la luz se desvanecía ella se transformaba: su piel
adquiría un pelaje negro brillante y sedoso, le crecían garras en manos y pies,
sus orejas se alargaban, mientras su nariz retrocedía al tiempo que unos largos
y fuertes bigotes le iban creciendo. Disminuía de tamaño, se encorvaba, le
crecía una fuerte y grácil cola, que finalmente se liaba con la del gato, su
amante y amigo...
La
noche les pertenecía. Por los tejados y callejones de la ciudad se sentían
libres. Vagaban sin rumbo, corriendo, cazando, jugando por los aleros con los rabos
entrelazados… Hacían el amor en espacios impensables, se perseguían y buscaban
sin descanso, hasta que las primeras notas de los jilgueros sonaban en la
madrugada, y ella, desnuda, con su amor en los brazos, regresaba a esas cuatro
paredes que la protegían de la mediocridad.
Huelquén
Doble vida y la segunda muuuuy animal, imaginación no le falta.
ResponderEliminarSuerte.
Síiiiiii, muy animal. La mujer gata. Suerte.
ResponderEliminarOriginal e imaginativo relato. Suerte.
ResponderEliminarEs precioso, yo quisiera ser esa gata enjaulada y poder ser libre en las noches para recorrer los tejados junto a mi amante.
ResponderEliminarLa historia es preciosa y muy romántica, tremendamente romántica y cansada para ella que al día siguiente tenía que trabajar como si hubiera dormido plácidamente...
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