Como cada año al finalizar el
curso, Rodrigo llegaba a casa y, con actitud orgullosa, agitaba frente a sus
padres su hoja de notas repleta de
notables y algún que otro sobresaliente. Pasada la revisión paterna, se
permitía recrearse durante un largo rato con los elogios de su madre. “¡Qué
niño más listo! Igualito que su madre… Y es que si a mí me hubieran dejado
estudiar, otro gallo cantaría”. Ésta era, sin duda, la frase que daba el
pistoletazo de salida al verano de Rodrigo. Ante él se amontonaban un sinfín de
días para ser gastados de la manera que él quisiera, sin apenas obligaciones y
con multitud de planes todavía por hacer. Siguiendo con el ritual de todos los
años, Rodrigo bajaba al trastero para desempolvar su bicicleta, esa fiel amiga
de todos los veranos sobre la que vivía infinidad de aventuras y la culpable,
también, de todas esas marcas y cicatrices que surcaban sus piernas. A lomos de
ella recorrería los infinitos caminos que rodeaban su casa para descubrir
parajes nuevos deseando ser conquistados.
Sin embargo, Rodrigo no podía
imaginarse ni por un momento que aquel verano no sería como los demás. Éste
sería el verano de la desesperanza, el verano en el que una niña, venida desde
la ciudad, acabaría con la inocencia de Rodrigo. Porque fue descubrirla una
noche en la verbena de las fiestas y quedarse prendado de ella. Él, que
consideraba a todas las niñas de su clase seres de un planeta muy lejano al
suyo, no pudo luchar contra el influjo de
aquellos cabellos rubios atados en dos coletas, ni contra esa cara
pecosa, fruto, seguro, de largas tardes
jugando en la calle al sol. Ni mucho menos fue capaz de resistirse a esa
sonrisa que mostraba unos dientes ciertamente desordenados, dándole un aire de
niña de traviesa.
Fueron pocas las canciones que
necesitaron aquella noche para hacerse amigos y así pasar el resto del verano juntos jugando a policías y ladrones,
destruyendo hormigueros o coleccionando piedras de todos los tamaños
imaginables.
Pero como casi todas las cosas en
esta vida, el verano también llegó a su fin y aquella niña de cabellos rubios y
graciosa sonrisa desapareció de su vida para siempre, dejando entonces un
tremendo vacío en él. Fue ese verano, el de la desesperanza, el que marcó a
Rodrigo para siempre, ese que lo hizo menos niño y más hombre. Fue el último
verano con aroma a niñez.
Rakelinda
Muy bueno, Rakelinda, un relato muy nostálgico de uno de esos veranos que nos marcan para toda la vida. Suerte.
ResponderEliminarBello y nostálgico relato. ¡Suerte!
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