sábado, 11 de agosto de 2012

La cajita de regalices




                         Tengo una hermana que habita en mi corazón. Hace mucho tiempo que vive en él. La quiero, la quiero mucho. Intento escuchar sus palabras, pero no me fío, prefiero observar el lenguaje de su cuerpo, sus ojos, el rictus de su boca, el escaso ruido que hacen los regalices al moverse, los saca de una pequeña caja metálica y se los mete en la boca después de un cigarrillo… Me dicen tantas cosas sus movimientos que puedo mimetizarme con su miedo, su alegría, su angustia, y yo, a veces, no digo lo que pienso porque temo herirla y ella, sufre a escondidas una herida de muerte, una herida de amor, de vida y traición… 
                             Añora los deseos que sabe que no llegarán, los implora una y otra vez: a unas velas, a una estrella fugaz, a una madre perdida en el camino, a un amigo que se fue, a una niña que pudo ser… Son ilusiones sembradas en el corazón y que su pensamiento tiene prohibidas.
                              Este verano cruel, duro e implacable, no le consiente derramar una lágrima,  el calor es asfixiante y esconderse en la cama ya no consuela el dolor del alma. Hay que levantarse, viajar, sonreír y derrochar felicidad en un pozo seco como el paisaje que día tras día se perfila en sus ojos.
                       No tengo ungüento, pócima, el milagro que espera en su desesperanza, quizá, debería esforzarme y recorrer su mundo entero para conseguirlo; asomarme más veces a mi corazón y buscar a mi hermana, abrazarla y sacudirle el ánimo con ternura, acercarla a mis entrañas, aliviar su angustia mostrándole la mía. Tengo una hermana que habita en mi corazón. Hace mucho tiempo que vive en él.

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