Sus padres la llamaban Amparín,
aunque a ella no le gustaba ese nombre, prefería que la llamaran Amparo. Su
juego preferido era el sambori,
siempre era la ganadora ya que, había perfeccionado el arte de pulir las piedras
y hacerlas rodar hasta que se detuvieran siempre donde ella quería. Eran otros
tiempos, apenas circulaban coches y los chiquillos se pasaban el día en la
calle.
Fue una lástima que la guerra truncara su infancia; el tenebroso sonido
de los aviones hacía que viviera aterrorizada y en continua tensión. Las bombas
caían, a veces, cerca de su casa, en el popular barrio de Ruzafa. Ella
escuchaba el zumbido de los motores antes de que las sirenas emitiesen su aullido.
Con su sobrino Vicentín en brazos, que apenas contaba dos años, salía disparada
hacia el refugio, allí esperaban los dos en silencio hasta que terminara la
macabra lluvia de proyectiles.
La guerra duró tres largos años.
Amparo tuvo que olvidar su deseo de seguir estudiando; su familia soportaba la
falta de necesidades tan básicas como lo era el sustento diario. Tampoco sus
vecinas y amigas pudieron asistir a la escuela. Sus padres, las mandaban a formarse
en corte y confección, era la única forma de recibir una ayuda económica; con
el tiempo, si algún hombre se fijaba en ellas, terminarían casándose. Era el
único modo de conseguir independizarse del hogar. También existía la
alternativa de ingresar en un convento o, si la vocación no era suficiente, se quedaban a vestir santos, se les aplicaba entonces el calificativo de
solteronas, quedando al cuidado de sus padres
durante el resto de sus vidas.
Amparín fue una alumna disciplinada.
Era ágil con la aguja y precisa con el pespunte. También adquirió gran soltura
con la máquina de coser. Sus largos y delgados dedos se deslizaban por los
tejidos más finos y blancos que su maestra sólo reservaba para ella: -“El traje
de novia de Maruchi Prieto, que lo cosa Amparín. Nadie más lo debe tocar”-.
En el tranvía, de vuelta a su
casa, conoció a Paco. Procedía de un pueblo de Albacete y,
por si fuera poco, trabajaba en una mercería cercana al mercado Central. Alto,
moreno y guapo, era el tercero de siete hermanos. Venía de cumplir el Servicio Militar
en Palma de Mallorca y la chispa del amor estalló. Su noviazgo duró tres años,
transcurridos los cuales, él no quiso que Amparín continuara en el taller. La
quería en casa, formando una familia, como debía de ser. Ella, enamorada, le
obedeció y su deleite por la costura lo conservó cosiendo para los dos hijos
que tuvieron. A ella le gustaba pasear por los escaparates donde se exhibía
ropa infantil que jamás podría comprar con el sueldo de su marido y, al volver
a casa, con cualquier retal de tela adquirido después de regatear un buen rato,
confeccionaba pantalones para su hijo y preciosos vestidos para su niña. Las
vecinas siempre giraban la cabeza al verlos salir de casa, tan limpios y tan
guapos, con sus trajes nuevos:
-“Caray Amparín… ¿cómo lo haces?”-
-“Con las manos y mucha paciencia, Doña
Chari”.
***
Barrio de Ruzafa, Valencia 2012
Ana, teclea en su portátil. Está
terminando el último trabajo que le queda para finalizar su máster. Se levanta
para relajar la espalda y los brazos, prepara
un café y se acerca a la mesilla
de mármol que tiene junto a la ventana abierta. Las patas son de hierro fundido
negras, forman volutas. Las une un travesaño del mismo material en el que se
puede leer “SINGER”. Acaricia con sus dedos largos y delgados la foto enmarcada
de su abuela, se sienta y reposa los pies en el pedal, los balancea arriba y
abajo mientras recuerda el sonido que escuchaba de pequeña: “Tac-tac-taca-tac…”*
*Al quedar inutilizadas las
antiguas máquinas de coser Singer, muchas personas utilizaban las patas, -de
gran belleza- para convertirlas en mesas colocando encima un tablero de mármol.
Hola! Muchos de vosotros ya habeis leído este relato. Esta vez lo he utilizado para presentarlo como ejercicio en el taller de Fuentetaja. Lo he revisado y pulido, también he añadido un pequeño párrafo, pero seguro que vosotros me podrías dar algún consejo para rematarlo mejor. Saludos!!
ResponderEliminarPrecioso Amparo con un ritmo delicado y muy cuidado nos introduces en un pasado que, de tan oído parece que lo vivimos un poco todos.
ResponderEliminarEnhorabuena por este precioso cuento.
Un abrazo.
Gracias, Yolanda. Una alegría verte por aquí!!
EliminarMagnífico, Amparo. Me ha gustado mucho. Y como pides consejos te diré que lo único que me ha "rechinado" un poco es el término "castizo" para referirte al barrio de Ruzafa (seguramente está bien empleado, pero es que lo asocio más con Madrid que con Valencia). Un abrazo.
ResponderEliminarSí, a mí me ocurrió lo mismo, pero en ese momento no encontré otro sinónimo que me gustara, voy a rebuscar un poco más. ¡¡Gracias!!
EliminarHe suprimido el adjetivo. Creo que en el dramático contexto en el que está, no procede ningín adjetivo. Si opinais de otra forma me lo decís, porfa
Eliminar¿qué tal "popular"?, es un adjetivo sencillo y que me gusta...
ResponderEliminarSí, tienes razón, no se me había ocurrido. ¡¡Gracias!!
EliminarMuy bien, te pondrán un 10. Precioso !!
ResponderEliminar¡Gracias, Malén!
EliminarMuy lindo y se disfruta leyéndolo.
ResponderEliminarMuchísimas gracias...
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