Es un mendigo más, un vagabundo más,
otro sin techo, como dicen los
yanquis. Es una persona bastante mayor, cuyo patrimonio arrastra por las calles
de la ciudad empacado en una desvencijada maleta de ruedas. He visto muchas
veces a ese transeúnte habitual por los barrios del centro y siempre he estado
tentado de hablarle. Hoy ése prójimo ha aceptado charlar conmigo cuando le he
ofrecido un bocadillo y un cartón de vino barato.
El señor Pérez, llamémosle así, me
ha contado que nació en la aldea de un remoto y frío lugar de la meseta, un
lugar sin pasado, sin presente y por supuesto, sin futuro. Sus padres
explotaban (espero que los explotadores profesionales
no se enojen si utilizo esa expresión) una pequeña granja de animales; no
vivían, simplemente sobrevivían y a muy durísimas penas. Pérez solo pudo asistir
unos pocos años a la escuela, en la que además de los números y las letras, le
inculcaron una rudimentaria educación religiosa. Pero el señor Pérez me asegura
que si hubiese un Dios y ese Dios fuese justo, no podría haber pronunciado esa
frase que le atribuyen, más propia del presidente de la patronal, esa que dice
“ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
Porque, argumenta, hay mucha gente que acapara demasiado pan, más del que nunca podrá consumir, sin haber transpirado una puñetera gota en su regalada vida, gente
que se sabe aprovechar y cómo de las transpiraciones ajenas. Y al propio tiempo
existen incontables multitudes de millones y millones de personas que, por más que
suden y se esfuercen, incluso por mucho que recen, jamás alcanzarán a obtener
una insignificante y dura migaja. Según Pérez, si hubiese un Dios y ese Dios
fuese justo, premiaría a los buenos y castigaría a los malos precisamente en esta
vida, no en la hipotética que ha (o no ha) de venir. Y dice que eso es lo que todos
los poderosos desean que los pueblos crean: que cuanto más suframos ahora, cuanto
más dolor nos dejemos infligir, más ración de gloria nos tocará después de
muertos.
Pérez abandonó el colegio a la
temprana muerte de su padre. Su madre, muy enferma, necesitaba ayuda y él era
el único hijo del matrimonio, el gran heredero de la ingente miseria familiar.
Se afanó lo indecible en sustituir el trabajo de su progenitor mientras duró su
madre, que fue apenas unos años. Después, decidió vender los pocos animales que
le quedaban y emigró a la gran ciudad.
Si bien ese hombre al que denominamos Pérez
reconoce que es un ignorante en cuestiones políticas, lo cual interpreta como
una bendición, también afirma que nunca le ha gustado el sistema y que al
sistema nunca le ha gustado él. Sigue comentando que cuando llegó a la capital
se empleó en el comercio de un tío suyo como recadero y asistente, pero tras una
década de solemne fidelidad a cambio de exigua comida e incómodo catre en un recóndito
rincón de la trastienda, a la muerte del viejo sus primos le dieron boleta.
El sinsabor del abuso y la
injusticia hizo mella en el joven Pérez, que juró por su vida no volver a
trabajar para nadie más. Si sus propios familiares le habían tratado peor que a
un perro, odiaba imaginar qué tipo de consideraciones tendría contra él
cualquier desconocido.
Con los pocos ahorros que guardaba
inició una serie de pequeños trapicheos, comprando y revendiendo artículos
usados y baratijas con ganancias raquíticas, ínfimas, despreciables. Hasta que hace
unos años las autoridades empezaron a perseguir el mercadeo ambulante ilegal (o
sea, el que no pasa por la santa Caja Municipal y por ello carece del sagrado Permiso
Administrativo urbi et orbi con sus
doce timbres y siete autorizaciones), Pérez fue un popular buhonero, asiduo de
los rastros itinerantes y del cambalache encubierto. Igual te vendía una radio
estropeada que un vetusto disco de Eydie Gorme y Los Panchos o un grifo de
segunda mano para el lavabo o el bidet. Aunque malvivía, se sentía libre y sobre
todo dichoso por no permitir que nadie se lucrara a su costa. Pero cuando la
policía empezó a empapelar a los vendedores furtivos como él, que tantos y tan
graves perjuicios ocasionan a la balanza de pagos nacional, hubo de abandonar la
actividad y su vida se vino abajo.
Desde entonces, el ser humano al que
llamamos Pérez carga a todas partes con su artrosis y su maleta llena de
recuerdos y trastos, viviendo de la caridad. Sostiene que los que más comparten
son los que disponen de menos medios, que hay personas maravillosas en el flanco
oscuro de la sociedad, en ese lado menos cool,
que solo aparece en la sección de sucesos de los noticieros y jamás en los
glamourosos reality-shows. El inframundo
de los desamparados, los solitarios y los olvidados. El gran ejército de los
condenados, que ojalá en la otra vida (si existe y porque en ésta es ya imposible) alcancen el pedazo de gloria que alguien, algún día y por interesados
motivos, les prometió.
Qué bien contado, Rafa!! No sé que más decirte, porque veo señores Perez por la calle y nunca se me ocurre escribir sobre ellos, y menos, hacerlo tan bien como tú.
ResponderEliminarGracias, Amparo.
ResponderEliminarExcelente, Rafa, este homenaje a todos los desheredados de las calles. Felicidades.
ResponderEliminarRafa, me ha encantado. Cuando lo leía sabía que era tuyo.
ResponderEliminarGracias, Lu. Gracias, Eulalia. Efectivamente, es un homenaje a las personas invisibles de esta puñetera sociedad en la que vivimos.
ResponderEliminarComparto la tesis de tu narrador, que por cierto lo hace de una manera intachable!!
ResponderEliminarGracias Malén. Un beso y una nube.
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