Me llamo Julia. Tengo cincuenta y tres años y trabajo en una
fábrica de conservas. Mi marido es minero, en paro. Tenemos dos hijos, una
chica y un chico.
En estos momentos Joaquín se encuentra encerrado en una
galería de la mina a trescientos metros de profundidad. Junto a él se
encuentran otros siete compañeros en su misma situación. Debido a los recortes en el sector del carbón se ha despedido
a un centenar de trabajadores. Unos pelean desde dentro, el resto les apoya en
las calles por medio de protestas que son silenciadas por las cargas
policiales. Todo el vecindario les apoya. Los pequeños comerciantes también se
ven afectados por la nueva política: sus ventas han descendido notablemente.
Cuando termino mi jornada en la fábrica, comienza otra en mi
hogar, limpiando y planchando la ropa de mis hijos que, día tras día, salen en
busca de su primer trabajo. Mario es titulado en Ingeniería Eléctrica y Rosa es
economista. Me temo que en breve emigrarán hacia otros países.
Sin apenas tomarme un respiro he de dirigirme al restaurante
“El Corzo”. Allí trabajo por las tardes limpiando y recogiendo la vajilla que
han utilizado aquéllos que pueden pagar un menú de ochenta euros por persona.
Hoy ha habido una comida importante. Son hombres, unos diez.
Están tomando la última copa mientras ríen y hablan en voz alta. Puedo
distinguir al alcalde. Hay dos directores de banco, el farmacéutico y el resto
son representantes de multinacionales relacionadas con el sector alimentario,
según cuenta mi jefe.
Mientras el sudor resbala por mi frente y mis articulaciones
protestan por el exceso de humedad. Les escucho parlotear mientras sortean,
entre ellos, si es viable la fábrica donde trabajo o les resulta más rentable
su cierre inmediato.
Han pedido licores de orujo. Coloco los diez pequeños vasos
en la bandeja y extraigo de mi bolso el laxante en polvo que me recetó el
médico. Esta noche la pasarán en sus cuartos de baño aquejados de una “inmediata” descomposición. Yo estaré
en la boca de la mina, acompañada por las familias que velan por los hombres
encerrados.
Muy bueno, Amparo! :)
ResponderEliminarMuy bien, Amparo. Me encanta la guerra de guerrillas que emprende tu protagonista.
ResponderEliminarGracias a las dos.
ResponderEliminarAmparo, qué guay sería que fuera verdad
ResponderEliminarPues podría pasar. Lo malo es que siempre acabarían pagándolo los mismos. Tendremos que buscar otro laxante que no deje huella...
ResponderEliminarBuenísimo, Amparo. Me solidarizo con los personajes porque yo también sufro esa lacra en mi persona.
ResponderEliminar¡¡Bravo por el laxante!! Jajajja, muy bueno.
Seguimos con la vendetta!! Muy bien, Amparo!!
ResponderEliminarGracias, Mag. Si,si, ¡vendettaaaaaaa!
EliminarGracias, Manuel. No llevaba intención de mandarlos a ese sitio, pero el final me surgió de repente. La intención no, pero las ganas, sí. ¡Se lo merecen, eso y más!
ResponderEliminarBueno, Amparo, muy bueno. Eso de reunir a diez tíos en un restaurante que se llama "el corzo" no es casual, ¿verdad?
ResponderEliminarNo, no es casual. Llevaba la escopeta cargada.
EliminarMuy bueno, Amparo!
ResponderEliminar¡Con qué austeridad lo has contado! Sin prácticamente ningún adjetivo.
ResponderEliminar¡Bien, Amparo!
Muy bien Amparo!!!
ResponderEliminarYo los hubiera envenenado. Grande Amparo.
ResponderEliminar¡Gracias, compis!
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