FELICIDAD/FATALIDAD de Malén

Aquel año no tenía ganas de salir, pero mi buena amiga María me había rogado que le hiciera compañía. Estaba de guardia en el Centro de Atención Primaria del pueblo, un antiguo edificio casi ruinoso que con anterioridad había sido utilizado para otros fines. Me sabía mal decirle que no, y me había asegurado que estaríamos muy bien, ya que la primera parte de la noche era tranquila,  los comas etílicos y demás incidencias transcurrían a altas horas de la madrugada. Al final tercié, pero solo estaría el tiempo suficiente para saludar juntas al nuevo año y me iría rápido a casa.

A mí, seguía sin parecerme una buena idea. Intenté que no me diera mala espina aquel ambiente, así que atravesé rauda la vacía sala de espera de luz mortecina, con sus inmóviles sillas blancas de plástico sujetas a las paredes de azulejos y sus carteles de enfermeras pidiendo silencio, todo envuelto en ese olor especial que exhalan los centros sanitarios y subí a un  cuartito donde estaba la tele encendida, su marido, la enfermera y las uvas, el turrón y el cava, que esperaban bien dispuestos. Pensé que era un plan colosal, un planazo, vaya, pero no me dio tiempo a comentárselo, ni a ella a escuchar las campanadas.

Salió rápida al oír el alboroto de abajo, en la sala. Las uvas se me atragantaron en compañía de su marido, con un trasfondo agrio al pensar que había gente que lo estaba pasando muy mal, justo al final de las escaleras y si mi amiga no regresaba, seguro que era algo grave. Pasaron las horas, y yo muerta de sueño, encerrada en aquella minúscula habitación y sin atreverme a salir para no interferir en lo que a todas luces era ya un duelo familiar plagado de llantos. Mis peores vaticinios se habían cumplido.