La anciana sostenía con
manos temblorosas, una foto antigua en la que se veía a una mujer joven y
hermosa tumbada de espaldas sobre una alfombra. Lucía un vestido de noche muy
elegante que se ajustaba perfectamente al contorno de su cuerpo. Su rostro,
alegre y seductor, irradiaba felicidad. Unos cuantos vinilos y un tocadiscos,
completaban la imagen.
Apartó la mirada de aquel
trozo de papel tantas veces manoseado; sin embargo, no consiguió deshacerse de
los recuerdos que acudían a su mente con la misma claridad con la que un
relámpago ilumina el negro de la noche.
Aquella instantánea
-rememoró- se usó como cartel para anunciar su debut en el teatro de la ciudad.
El disco había excedido todas las expectativas de ventas imaginables y el
concierto era el siguiente paso para catapultarla hacia el éxito. "Una voz
sensual que parece acariciar los oídos" -decían los entendidos musicales de
entonces.
Llegó el gran día. Los
carteles y los anuncios por radio habían contribuido a acaparar la atención del
público más variopinto: quinceañeras gritonas, amas de casa con aspiraciones
artísticas, jubilados ociosos y respetuosos padres de familia se arrellanaban
inquietos en sus asientos. El aviso de “No hay entradas” colgaba de la
taquilla.
Mientras escuchaba la
algarabía proveniente de la sala, hacía ejercicios, entre bambalinas, para
poner a punto su voz. Esa voz cálida y envolvente que hacía soñar. Los nervios
la atenazaban.
Por fin, las luces se
apagaron; tan solo un foco iluminaba el centro del escenario. El público calló
al unísono como si lo hubiera ensayado. Aquel silencio repentino la paralizó.
Sintió cientos de ojos sobre ella. Su respiración era agitada. Avanzó despacio
hasta el haz de luz y se detuvo frente al micrófono. Lo rodeó con la mano
derecha. El sudor recorría su espalda. Sonaron los primeros acordes de la
orquesta y, con una inclinación de cabeza, el director le dio la entrada. Abrió
la boca pero no salió ningún sonido. Enmudeció. Aterrada, quiso retroceder,
pero sus piernas parecían haber echado raíces allí mismo. La vista se le nubló
y se desmayó.
A la anciana se le escapó
una suerte de gemido. Lo siguiente que recordaba era la boca de su agente a un
centímetro de su cara; las palabras hoscas e hirientes que le gritaba y unas
ganas inmensas de desaparecer, de hacerse invisible.
La prensa de la época
atestigua que nunca volvió a cantar.
Jo, Geli, qué tragico final para una historia muy bien contada. Un beso.
ResponderEliminarMe encanta cómo lo has contado, Geli. Muy bien narrado, sí señora....y la historia también me ha gustado.
ResponderEliminarBien por la narradora!!
ResponderEliminarEl miedo es el peor de los enemigos... Nos paraliza, antes, mientras y después... No siempre es fácil enfrentarse a ellos.
ResponderEliminarGracias a todas por vuestros comentarios. Un abrazo
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