Agosto. Un día más. Un día como otro cualquiera. Qué más da si es
lunes, miércoles o domingo. Su rutina siempre es la misma.
Debe ocupar su lugar junto a esa vieja silla de plástico, descolorida
y sucia, en mitad de una carretera que lleva a la costa.
El sol lanza sus rayos sobre ella sin justicia, tatuando su piel de manchas
de colores tostados.
Protege la amargura de sus ojos apagados detrás de unas gafas oscuras,
mientras observa el ir y venir incesante de caras alegres tras los cristales de
coches y caravanas. De vez en cuando le llega el fugaz sonido de alguna melodía
veraniega, confundido entre risas y
gritos infantiles.
Agarra el borde de su vestido rosa fucsia y tira hacia abajo
intentando cubrir su dignidad mientras piensa en su hijo y una mueca de
angustia se dibuja en su rostro. Piensa en el día en que le dijo que le
llevaría a la playa. Llenarían su mochila de bocadillos, fruta y agua fría. Él,
de postre, pediría un helado de chocolate y ella de fresa y nata y se sentarían
en la arena, a la orilla del mar, a relamerse los labios mientras las olas
jugarían a esconder sus pies bajo el agua y la arena.
El claxon de un coche y un grito que no acierta a entender la
devuelven a su cruda realidad. Ha aprendido a esquivar las miradas de asco y
los gestos de reproche que algunos rostros clavan en ella, pero no consigue acostumbrarse
a los insultos.
Recuerdos de infancia acuden entonces a ella y la llenan de incómoda
nostalgia. Se pone de pie, intentando aliviar a su mente de los remordimientos
que la atacan sin piedad. Piensa en aquellos días en que despertaron en ella los
celos de la primera adolescencia. El estallido de sentimientos confusos, del
querer ser alguien, destacar entre las demás; el afán de aparentar y dejarse
ver entre los chicos… ser popular. Pero ella y sus amigas no lo consiguieron.
Los chicos no las invitaban a salir. No las llevaban a dar vueltas en
aquellas ruidosas motos ni les susurraban al oído palabras que no entenderían
pero que las harían sentirse importantes. Y entonces, ella y sus amigas
tachaban de frescas y fulanas a aquellas compañeras de clase que podían darse
el lujo de elegir los chicos con los que querían salir. Ensuciaban sus nombres
con rabia inventando mentiras sobre lo que hacían cuando se quedaban solas en
casa o cuando no asistían a clase. Insultaban sin saber el significado de las
palabras que usaban para definirlas y ahora…
Con un nudo en la garganta, intentando sonreír y mordiéndose los
labios para que las lágrimas que asoman a sus ojos no le estropeen el
maquillaje, busca una botella de agua
entre las bolsas que tiene a sus pies.
El primer cliente del día la espera.
SODADE
Difícil saber si es la voluntad o la necesidad lo que guía el mensaje de este relato. Me gusta.
ResponderEliminarJo!! qué sensación de tristeza deja el relato. Enhorabuena Sodade!!
ResponderEliminarSí muy triste este destino. Me ha gustado el relato. Suerte.
ResponderEliminarEs muy triste y muy real. ¿Cuántas chicas de la calle se habrán sentido así alguna vez?
ResponderEliminarLa cruda realidad de muchas chicas. Me gustó
ResponderEliminarEnhorabuena por el merecido reconocimiento como finalista.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.