Por: Delfina
Aquel día, decidí tomar el metro
en lugar de ir en coche hasta el centro de la ciudad. Estábamos en el mes de
julio y el termómetro marcaba treinta y tres grados. Ya sé que no era la
decisión más acertada, pero no me caracterizo precisamente por lo contrario.
Además, sentía deseos de darme un paseo hasta la parada más próxima y mezclarme
entre la gente. Había pasado demasiado tiempo encerrado en mi casa tras una
larga enfermedad. Ya recuperado, mis piernas me pedían un poco de
entrenamiento. Podía entrar en alguna tienda y aprovechar las rebajas,
como hacía todo el mundo.
Habían cambiado los lectores de
billetes. Observé a la gente pasándolos sin esfuerzo ante una
pequeña pantalla; las puertas se abrían al instante. Al llegar al andén, mis
ojos tuvieron que esforzarse para encontrar un hueco entre la multitud. Parecía un extranjero en mi propia ciudad o
eran extranjeros quienes me rodeaban. Había un joven alto y delgado que exhibía
su ambigüedad andando peligrosamente sobre unas plataformas de vértigo. Nos
acribillaba con su mirada desafiante y orgullosa. A su lado, pasaron corriendo
dos ruidosas adolescentes de piel oscura, portando un pequeño radiocasette emitiendo a Camela. Me gustó verlas utilizar, todavía, una tecnología
prácticamente obsoleta.
El reloj digital que pendía del
techo anunciaba la proximidad del tren en un minuto y medio. Todavía
tuve tiempo de que mis retinas se fijaran en el andén opuesto. Había un hombre
andando con lentitud. Su porte era elegantísimo: pantalón gris impecable,
zapatos de cuero negros, camisa negra de algodón y, envolviendo aquella noble
cabeza, un impoluto turbante blanco. Una poblada barba canosa ponía la guinda
en su rostro. No podía dejar de mirarle. Durante unos instantes y, como si él
conociera mi presencia, fijó su mirada
en la mía. A pesar de que nos separaban unos cuantos metros, observé su
expresión de hombre sabio, inteligente y seguro de sí mismo. En sus ojos
negros como el carbón, se percibía claramente una luz especial, que atrapaba a
cualquiera. Sentí deseos de cruzar el andén y pedirle conversación. Seguro que
mi viaje habría estado cargado de matices de otras tierras y
culturas, de sabiduría y buenas lecciones. Pero a lo lejos ya se escuchaba
la proximidad del convoy. La gente se afanaba para entrar y buscar un buen
sitio. Yo entre ellos.
Las luces brillantes del primer
vagón aparecieron por el angosto túnel. La gente esperaba ansiosa su llegada
como si éste fuera su último tren. De repente, casi a mi lado, vi tambalearse
al joven andrógino. Extendí su mano hacia él agarrándole del brazo. Con mirada
angustiada le oí musitar -“Ayuda”- Tenía acento extranjero, tal vez de Europa
del norte. Temblando, se aferró a mi cuerpo. Una señora nos cedió su asiento.
Le acompañé hasta la parada del hospital. También me esperé a que le
atendieran. Estuve a su lado hasta que trataron su adicción.
Hoy, seguimos juntos.
Hermosa historia, sobre todo en estos tiempos que corren, la solidaridad, la compresión, cualquier sentimiento es útil... y si perdura en el tiempo y de ello nace otros sentimientos, pues estupendo.
ResponderEliminarUna buena y solidaria acción, opino como mer sol. Me ha gustado.
ResponderEliminarUn poco largo el relato para mi gusto. Pero está bien, sobre todo el final.
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