Vivía en un país
anestesiado, enganchado a la droga del pan y del circo. Aquel verano el viento
arrastró el humo del opio de unas Olimpiadas, una Exposición Universal, una
capital cultural. Yo, la voz que os narra desde un futuro aún más alucinado,
tenía entonces quince años y despertaba a la vida y al amor por los libros, a
la soledad de los cuartos de baño, al acné mal disimulado y a todo tipo de
complejos.
Firmé un pacto no
escrito con mi madre por el cual cada lunes ella me daría dinero para comprar
un libro. Una nueva librería abrió sus puertas en la ciudad y yo, débil con el
papel impreso y las chicas de grandes ojos, sucumbí a los cantos de sirena de
sus estanterías y lamenté, como no podía ser de otra manera, que la hermosa
dueña de aquel paraíso no tuviera una hija de mi edad a la que le gustaran las
historias de robots de Isaac Asimov y supiera besar bien.
Un lunes de
finales de Agosto volví a recorrer la distancia que separaba mi casa de la
librería Cervantes. Entré, saludé a Pilar y me perdí entre los libros de
ciencia ficción. Pasé el dedo por el lomo de los libros, mientras repetía
mentalmente los títulos y me daba cuenta, para mi horror, que ya los había
leído todos. Miré a Pilar con el rostro descompuesto. Es hora de crecer, chico,
me dijo la buena de Pilar mientras señalaba una estantería a la que jamás me
había acercado. Con el miedo y las ansias de quien está a punto de perder la
virginidad o la vida, me acerqué a esa nueva zona. Veinte minutos más tarde volvía
a recorrer la distancia que separaba la librería Cervantes de mi casa,
acompañado por un libro que me cambiaría para siempre.
Ese mismo lunes
de finales de Agosto, cuando las estrellas y una enorme luna se apoderaron del
cielo, el televisor del comedor escupió las imágenes de un edificio envuelto en
llamas. La cara de horror de la gente parecía querer traspasar la pantalla que
nos separaba de aquel mundo que no era el nuestro. Miré a mi padre
suplicándole, como siempre, una respuesta para aquello que no era capaz de
entender. Mi padre se limitó a hacer lo único que podía en esos momentos,
describirme lo que estaba sucediendo:
-
Es la Biblioteca Nacional de
Sarajevo. El ejército serbio-bosnio ha concentrado todo el fuego de su
artillería en ese único edificio. Miles y miles de libros perdidos...para
siempre...
Esa noche no pude
dormir. Tumbado en la cama, con el libro que esa misma mañana había comprado
apretado contra mi pecho, lloré por cada uno de los libros que jamás serían
leídos por los jóvenes de aquella tierra en guerra. Mientras, mi país celebraba
un nuevo triunfo de uno sus atletas en las Olimpiadas.
JAY
GATSBY
Así es el mundo, lleno de tragedias y contradicciones. Me ha gustado, Jay. Suerte.
ResponderEliminarMe gusta cómo nos cuenta un adolescente su pasión por los libros. Sus comentarios sobre ellos y el mundo que le rodea, hace que el relato sea pura ficción. ¡Enhorabuena, Jay, me ha gustado mucho!
ResponderEliminarEstupendo tu canto a favor de los tesoros impresos que han sucumbido a la violencia de las guerras y otros desastres.
ResponderEliminarSuerte.
"...sucumbí a los cantos de sirena de sus estanterías". Bonita frase para expresar la tentanción que provocan los libros a quienes gustan(mos) de leer!! Hermoso relato!
ResponderEliminarMe ha encantado leer esas líneas que respiran amor por los libros.
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