Cuando abrí mi
cafetería en la tranquila y soleada calle de Levante, no tenía ninguna intención
de servir comidas. Consistía en una sala acogedora, con música suave, que daba
a una terraza luminosa bajo un alegre toldo verde, que invitaban a pasar un rato
tranquilo y agradable.
Abría
a las doce y atendía a los escasos clientes de la mañana. A las seis de la
tarde el local empezaba a llenarse. Entonces bajaban mi mujer y mi hijo y,
entre los tres, atendíamos familias que venían a merendar. A partir del las
ocho tocaba turno a las parejas de enamorados y las pandillas, que se quedaban más
o menos hasta las diez, hora en que la mayoría de las muchachas tenían que
volver a sus casas. Los chicos también solían irse: unos a acompañarlas, otros
a sitios con más movimiento. Todavía quedaba alguna gente mayor, pero rara vez
cerrábamos más tarde de las once.
Un
día, sobre la una y media, cuando yo estaba terminando de fregar las pocas
tazas que usaron los clientes de la mañana y mi mujer se afanaba en la pequeña
cocina, preparando una sencilla pero sabrosa comida para disfrutarla juntos,
entraron en mi cafetería cinco mujeres jóvenes. Pidieron unos refrescos y me
preguntaron si tenía algo para comer. Como la bollería y los pasteles para las meriendas
no llegaban hasta las cinco de la tarde, tuvieron que conformarse con algunas
aceitunas, frutos secos y patatas fritas.
Se
acomodaron en la terraza y se pusieron a charlar mientras devoraban los
tentempiés. Poco a poco me fui enterando de que eran amigas de toda la vida
pero que hacía años que casi nunca coincidían: tres estaban casadas, dos con
niños pequeños, una tenía a su madre enferma y vivía entre la casa y el
trabajo. La que disponía de más tiempo se encargaba, al parecer, de mantener el
grupo unido, yendo a visitarlas y llevándoles noticias. Hace unos días
coincidieron todas en un acto: el Día de Antiguas Alumnas de su instituto. Se
alegraron mucho de verse y se dieron cuenta de cuánto se necesitaban unas a
otras.
Como
resultado, a falta de otros momentos más cómodos, decidieron reunirse a las
horas de la comida en algún lugar que fuera agradable y estuviera cerca de sus
trabajos.
-Pobrecitas,
¡qué famélicas están!- ni oí llegar a mi señora. Estaba pendiente de la
historia de las chicas.- No encontrarán donde comer por aquí, es zona de
cafeterías.
La
miré temiendo lo peor. Mi mujer es muy maternal y tiene una fuerte tendencia de
adoptar a la gente. Ella ya se había metido en la cocina y llenaba la bandeja
con tortilla de patata, suculentos filetes de adobo y la hermosa ensalada
mediterránea: ¡toda la comida que yo llevaba una hora saboreando por
adelantado!
-¡No
te quedes parado, ponles los platos y los cubiertos!- Y allá iba, toda
sonrisas. –Podéis venir todos los días –ya les decía a las sorprendidas y
encantadas chicas.- ¡Yo os prepararé la comida!
Encantadora esta personaje, aunque deje a su pobre marido sin comer. Un abrazo, Svieta.
ResponderEliminarMuy bien redactado, Svieta. Has retratado una situación muy entrañable y, seguro, que se ha repetido más de una vez en esos bares y casas de comida que aún perduran y que tratan a la clientela como si de la familia fueran. Gracias a la decisión de esta señora, tendrán siempre clientas seguras. ¡Bien hecho!
ResponderEliminarMuy deseable la historia. Me gusta mucho la el ritmo tan cotidiano y espontáneo de historia. Un beso.
ResponderEliminarYo propongo una quedada en ese restaurante!Me ha gustado mucho el relato, Svietlana!
ResponderEliminar!Esto está hecho Carmen!;)
ResponderEliminarMuchas gracias por vuestros comentarios:).