-Tete, es padre. Me acaba de avisar, madre. Está muy nerviosa y…y yo también.- Un sollozo ahogado apagó su voz.
Al otro lado, silencio. Un silencio blanco, tangible, omnipresente.
Por fin, Pablo reaccionó mecánicamente.
-¿Dónde está? –y sin esperar respuesta, añadió -¿y madre?
-En el hospital de Torrevieja, en intensivos…Pablo, está muy grave. A madre no la he podido convencer para que abandone el hospital. Está en la sala de espera del edificio central.
-Voy para allá.
Colgó el auricular, apoyó la mano en el aparador y se quedó de pie, muy quieto. Aún no se había recuperado del shock inicial. Lo primero que le vino a la mente fue la discusión que había mantenido con su padre el día anterior. Un escalofrío recorrió su espalda.
Cogió las llaves del coche y la cazadora. Cerró de un portazo y bajó las escaleras deprisa, sin esperar el ascensor.
No podía dejar de pensar en las agrias palabras que le había dirigido a su padre durante aquella absurda guerra dialéctica. ¡Cómo se arrepentía de todas y cada una de ellas! Daría lo que estuviera en su mano para retroceder en el tiempo y poder rectificar.
-«¡Maldita sea, Pablo, ¿dónde tienes la cabeza a veces?» -se recriminó a sí mismo.
****
Han pasado dos semanas desde que su padre sufriera un derrame cerebral. En todo ese tiempo, Pablo ha aprovechado cada una de las visitas para hablar y hablar sin pausa de ellos dos, de la estrecha relación que siempre mantuvieron, de las travesuras que su padre le pasó por alto de niño, de sus proyectos de futuro, de su esperanza en una nueva vida que ya se está gestando y que sin duda, llegará como el viento fresco a esta familia ahora rota por el dolor, la pena y la angustia. Pablo ha dejado de sentirse culpable, ha podido reconciliarse con el cabeza de familia vaciándose por dentro.
Su tristeza tiene el color de la ceniza cuando la última brasa se consume, pero sabe que solo si atraviesa este dolor, podrá reconstruirse.
Hermoso, me gusta la parte en la que narras la reconciliación de Pablo con su padre, cuando ya no se siente culpable por la discusión. Esto me parece necesario cuando una de nuestros mayores cae enfermo. Los hijos siempre tendemos a sentirnos culpables por la enfermedad que están padeciendo.
ResponderEliminarCorrecciones: (Yo corrigiedo a Geli, inimaginable)
-En el párrafo que empieza por "Cogió las llaves.."se te ha escapado un acento en "bajó las escaleras".
-A lo mejor estoy equivocada, pero no le veo mucho sentido al punto y coma detrás de "esta familia; ahora rota por el dolor"... Para mí es la continuación de la misma frase. La frase es muy larga, empieza desde "En todo ese tiempo..." y hay, para mi gusto demasiadas comas. No sé, es tu relato, desde luego..
El último párrafo..."Su tristeza tiene..." Es precioso.
Muchísimas gracias Amparo. Esa tilde se me escapó. Las comas que comentas son necesarias al tratarse de una enumeración.
Eliminar¡Eres un sol!
No quería comentar hasta que no lo hiciera MArco.
ResponderEliminarLo comparto todo con Amparo, especialmente emotivo y simbólico el final donde quitaría la coma tras el que.
Las comas del párrafo del que habla Amparo, al ser una enumeración han de estar. Besos!!
De acuerdo Malén, quito esa coma. Leído en voz alta suena mejor.
EliminarBesos para tí, también.
Si, me he expresado mal, las comas deben estar, pero no sé si enumerar tanto hace que ese fragmento resulte algo "pesado".
ResponderEliminarDesgarrador, amiga Geli. Intenso y actual; a veces las desgracias son el catalizaror para echar una mirada a nuestro interior o solucionar las heridas pendientes de curar.
ResponderEliminarUn relato escrito desde el cariño de una compañera de camino. Me encanta la dulzura con que expresas la relación de padre e hijo. Que razón tiene Amparo al decir que, cuando un mayor enferma o muere, los hijos se sienten culpables.
ResponderEliminarMarco que este relato sea también una pequeña muestra de nuestro cariño
Gracias a todos por vuestros comentarios, y correcciones.
ResponderEliminarMarco y Gertrudis, estamos con vosotros. abrazos, abrazos, abrazos...
ResponderEliminar“...pero sabe que solo si atraviesa este dolor, podrá reconstruirse.” Hoy es el día 24 desde que mi padre sufrió el derrame cerebral. Todo, básicamente, sigue igual. En estos 24 días no he escrito una sola línea: vosotros lo hacéis por mi. En estos 24 días he tenido la necesidad de buscar refugio. Siempre he dicho que las palabras nos desnudan, pero en estos días he aprendido (soy demasiado joven para dejar de aprender o demasiado estúpido para saber nada de nada) que las palabras también son prendas que nos ponemos para protegernos de las inclemencias del tiempo y de la vida. El mismo día que a mi padre le dio el derrame cerebral yo concluía la lectura de Bilbao-Nueva York-Bilbao de Kirmen Uribe. En la sala de espera del hospital comencé a leer La roja insignia del valor de Stephen Crane. En casa, con Ana y su maravillosa curva llena de vida, terminé de leer algunos cuentos de Roberto Bolaño. Ahora busco protección en Libertad de Jonathan Franzen. Es muy probable que esto os haga pensar que estoy muy mal si lo único de lo que hablo es de literatura, de libros, de palabras. Mi padre no puede hablar. No sé si volverá a hablar. En cada uno de estos libros y en cada una de estas palabras estoy yo y está mi padre. Y en cada una de estas frases se esconde un agradecimiento a todos y cada uno de vosotros, amigos de las palabras y de la vida, porque, en el fondo, soy tan débil que no sé hacer otra cosa que llorar y leer, leer y llorar, perder continuamente al ajedrez por mi estúpida manía de sacar los caballos antes de tiempo (mira que me lo decía mi padre...) y acariciar con mi mano la piel que me separa y me une a Esperanza, tan lejos y tan cerca, tan ansiada y tan esperada. Gracias Geli por cubrirme con tus letras; y gracias a todos por seguir haciendo lo que tenéis que hacer: escribir, escribir, escribir...
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