Días de vino y rosas (II parte)

Una tarde a la salida del trabajo, Bill se vio reflejado en la cristalera de un bar. No se reconoció. ¿Aquella piltrafa era él?

Con una única idea en la cabeza, volvió sobre sus pasos en dirección al centro para Alcohólicos Anónimos. Hacía tiempo que pensaba en aquello como única solución. Al recordar la negativa de su mujer para ir con él y aceptar que ella también tenía un grave problema, su cuerpo se tensó. Un temor desconocido mezclado con unas gotas de humillación eran los componentes del cocktail que se agitaba en sus entrañas.

Le llegó su turno. Ascendió un par de peldaños y se colocó frente al grupo de personas que aquella noche asistían a su declaración. Las manos sobre la tarima, el sudor en la frente y el miedo que se retorcía en la boca de su estómago. Carraspeó para infundirse valor y declaró: «Soy Bill y soy un alcohólico». La audiencia aplaudió y una suerte de alivio inundó su alma.

Salió de aquella primera reunión reconciliado, con el firme propósito de llevar consigo a Kristen en la próxima. No admitiría por más tiempo sus negativas. La convencería, estaba seguro.

Absorto en aquellos esperanzados pensamientos y con el espíritu sereno en muchos meses, tardó en darse cuenta de que el coche de bomberos a los pies del edificio donde vivía, sofocaba un incendio en su propia vivienda.

Kristen en estado de embriaguez extremo había prendido sin querer las cortinas del salón con un cigarrillo. Las llamas se habían propagado con celeridad por todo el apartamento.

Bill corrió. Justo en el momento en que trataba de acceder a su piso, apareció en una camilla el cuerpo sin vida de su mujer.

Hace cuatro años de eso y a Bill, lo siguen sacando a patadas de los bares, borracho y decrépito.