La vieja y destartalada camioneta dejó atrás el pueblo. En su interior ocho personas. Saturnino conducía despacio, bordeando la angosta carretera. En la parte de atrás cuatro hombres y una mujer con las muñecas atadas y el rostro descompuesto. Rodrigo y el cabo Fulgencio estaban con las armas preparadas, alerta. El profesor, la comadrona, el panadero, un viejo que escribía poemas y el banderillero respiraban con dificultad. Un otoñal amanecer dejaba ver la desnudez de los árboles. Lo que no se veía era el frío de la mañana. Tampoco el miedo, ni la ira. Al tomar la última curva Fulgencio gritó: ¡aquí es! El vehículo se detuvo bruscamente. Bajaron a los cinco detenidos. El sol intentaba hacer su trabajo, calentar, pero de nada parecía servir. Al menos bañaba el paisaje, haciendo que todo aquello semejara un sueño. Los cinco maniatados, como si se hubieran puesto de acuerdo, miraron al pueblo de una forma extraña, como si no terminaran de reconocerlo, como si nunca hubiesen vivido allí. Tras unos segundos de rara confusión, el cabo Fulgencio señaló un pequeño llano a unos cien metros. ¡Vamos!, gritó Rodrigo. Saturnino encendió un cigarrillo. Todos caminaron hacia el lugar indicado. Una vez allí, y para sorpresa de los reos, dos hombres armados les esperaban. Fulgencio les hizo una señal con la cabeza. Al instante la disposición del grupo quedó clara: el profesor, la comadrona, el panadero, el viejo que escribía poemas y el banderillero formaban una fila, unos al lado de los otros, casi tocándose con los hombros. Saturnino, al que le habían dado un arma, Rodrigo, el cabo Fulgencio y los dos desconocidos justo enfrente de ellos, a escasos tres metros. El sol seguía ascendiendo en la bóveda celeste, derramando luz allí donde solo había oscuridad. Del pueblo llegó el rumor quejumbroso de las campanas de la iglesia. En ese instante cinco detonaciones llenaron de ecos la belleza del paisaje. Luego llegó el silencio. Los árboles, o sus esqueletos, continuaban allí. También la carretera, el sol, las nubes y el pueblo.
Muy bien relatado, Marco Antonio, este retazo de nuestra triste memoria histórica.
ResponderEliminarMe encanta el relato, el juego de palabras me hace pensar en tantas y tantas personas cuyo último recuerdo quizás fuera eso, Un paisaje perdido que quizás ni conocían. Bravo Marco.
ResponderEliminarGuerra civil, muerte de civiles inocentes, luces y sombras. Genial Marco.
ResponderEliminarMuy bueno MA, vaya precisión en la descripción.
ResponderEliminarEs aterrador, me gusta. Un paisaje idílico que evoca dolor y muerte. Perfecto.
ResponderEliminarGenial, ¡vaya manera de describir!, ¡felicidades!
ResponderEliminarAsí da gusto, aprender con personas que relatan tan bien. Muy bien Marco
ResponderEliminarMuchas gracias amigos. Tenía miedo a que el tema por el que me decidí a escribir me llevara a contar una historia cargada de demagogia. La única manera de intentar evitar ese lastre era despojando al relato de cualquier alusión política. Narrar el hecho sin ser juez. No sé si lo he conseguido, pero al menos lo intenté. Nuestras cunetas están llenas de historias similares...
ResponderEliminarGracias Marco por recordarnos una historía q no habría q olvidar NUNCA. Discrepo contigo en lo de la demagogia, sería díficil hacerla con algo así porque es real y pasó tal como lo cuentas. La pena es q aún estén enterrados sin un nombre tantos de ellos.
ResponderEliminarExcelente relato, triste pero marca una época en cada país. Muy bien redactado, me atrapó y me dolió cuando me acordé de los 30.000 desaparecidos de mi país.
ResponderEliminar