Agustín
Santacruz me sorprendió hondamente días
después del entierro de la que durante treinta y cinco años fue su mujer. Se
llamaba Crescencia González y era una mujer de fuerte carácter, ni guapa ni
fea, ni alta ni baja, lo que más llamaba la atención en ella era su mirada. Su
mirada era recelosa y penetrante, te sentías como pillado en falta cuando te
atravesaba con sus grandes ojos oscuros de color incierto o quizá la
incertidumbre venía de la dificultad por mi parte de sostener su mirada
inquisitiva. Aunque ciertamente fueron contadas las ocasiones en que la vi.
Agustín
fue durante toda su vida de casado, más unos cinco años de noviazgo, representante
de productos de hostelería. Su tenacidad y buen hacer le había hecho ir, poco a
poco, aumentando el número de clientes, de manera que se sacaba un buen sueldo
todos los meses.
Nuestra
amistad se fue fraguando con el tiempo en los ratos que compartíamos entre
visita y visita comercial.
Me
lo encontré por la calle, como decía, unos días después del sepelio. Volví a
darle mi más sincero pésame, a lo que él respondió con unos ojillos alegres
dejándome un tanto perplejo. Le invité a tomar un café, sentí la necesidad de
hallar una explicación a esa mirada suya, aunque él era un hombre de gran
sentido del humor, siempre al tanto de
los últimos chistes dispuesto a alegrarte el día, pero en esta ocasión me
sorprendió su actitud.
Una
vez sentados a la mesa del casino y con una taza humeante en nuestras manos
empezó su relato:
-¡Maldita hija de la gran puta! –me dijo- aunque su madre
fuera una santa. ¿Sabes lo que me ha hecho?
-No, si no me lo cuentas –le conteste sin disimular mi gran
curiosidad.
-tú sabes que mi mujer era rica.
-Sí, sabía que había heredado varias propiedades de sus
padres –le contesté.
-Pues todo el tiempo que estuvimos casados me hacía
entregarle todo el sueldo y ella me daba una pequeña cantidad a la semana para
mis gastos, siempre he ido con estrecheces, mirando cada peseta, cada euro. Si
te digo la verdad, sentí una gran liberación con esta muerte suya tan
repentina, me ahogaba la vida con ella, así que no voy a hacer el papel de
viudo compungido.
-Es comprensible –afirmé- solo se habla de viudas alegres
muy injustamente pero hay mujeres que deben dejar un buen descanso cuando se
van.
-Cierto, este es mi caso pero hay algo más.
-Soy todo oídos –dije impacientándome.
-Verás, a los pocos días de su muerte, decidí hacer
limpieza en mi casa y dar a la parroquia todas sus pertenencias. Me agencié
unas grandes cajas de cartón y procedí a empacarlo todo. Y ¿a que no sabes lo
que me encontré?
-No, desde luego, si no me lo dices.
-En un cajón de su armario cerrado con llave, no te lo vas
a creer.
-Dímelo y te diré si me lo creo o no.
-¡Qué fuerte tío! Me encontré 420 sobres, todos los
salarios de mi vida de casado en sobres cerrados e intactos. Todo el dinero que
había ganado en mi vida con ella. No daba crédito a lo que estaba viendo.
-¡Joder, tío! No sé si compadecerte o alegrarme por ti.
-Alégrate, alégrate porque lo peor ya ha pasado y ahora me
encuentro todavía joven y con una pequeña fortuna a mi disposición además de su
herencia. Soy rico y voy a disfrutar de la vida por todos los años de miseria
que he vivido con ella.
Me
dejó asombrado el bueno de Agustín con semejante historia. Vivir para ver, me
dije. Nos despedimos con un abrazo y seguí viéndolo cada vez más feliz y
rejuvenecido. Volvió a encontrar el amor en una mujer madura y llena de dulzura
y ahora, ya jubilado, creo que anda recorriendo el mundo con ella.
¡Caramba, qué historia! Muy bien contada, Lu!!
ResponderEliminarSe nota que las hadas te acompañan Lu. ¡Impresionante!
ResponderEliminarGracias, Amparo y Fina. Un abrazo.
EliminarGenial!! Me encantaría que me pasara a mí lo de tu prota, ¿puedes?
ResponderEliminar¿Cómo podría hacer yo que te pasara a ti? Si quieres escribo otro cuento en que tú seas la protagonista. Gracias, Maga.
EliminarLa mente humana es tan extraña y variada que este tipo de historias son impresionantes, pero, estoy segura que pueden muy ser reales.
ResponderEliminarEsta está basada en una historia real que me han contado.
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