Recibí el aviso, aunque ya no estaba de servicio. La Atlantic
Avenue se encontraba repleta de tráfico y viandantes y el coche negro que
circulaba delante de mí estaba en la lista de vehículos vigilados. Pude llegar a
su altura y reconocer al conductor: José Bonanno, uno de los mafiosos más duros
de todo Brooklyn. Desplegué entonces mis grandes dotes de actor y, haciéndome pasar por un vulgar transeúnte de
acento sureño, le dije que su depósito de gasolina perdía gran cantidad de
líquido. Instintivamente miró hacia atrás, corté su paso hundiendo la carrocería de mi coche contra el suyo, él, sorprendido,
giró el volante hacia el callejón, justo donde yo quería. Fue entonces cuando
saqué mi placa y le indiqué con gestos que saliera. Mientras me obedecía, desenfundé mi arma reglamentaria (era un
peligroso delincuente y no me podía andar con tonterías), levantó los brazos y
me miró con parsimonia. Con voz autoritaria le ordené que abriera el maletero (uno
nunca sabe lo que se puede encontrar). Mientras seguía
apuntando con mi arma, él manipulaba la cerradura disimulando cierta dificultad
–“Está estropeada, inspector”-. Le dije que
ya era mayorcito para que me tomaran el pelo y, sin dejar de apuntarle, esposé su mano derecha al volante.
El portón del Thunderbird era realmente pesado, pero el
esfuerzo valió la pena. Ante mí, e ingenuamente
camuflado en cajas de una famosa pastelería de la ciudad, tenía uno de los
mayores alijos decomisados durante el último mes. Imaginé el brillo dorado de
una nueva condecoración, pero el aroma a bizcocho reciente me hizo volver a mi
sitio. Aparentemente, sólo había bizcochos y pastas de todas las clases y
Bonanno, desde el asiento, suplicaba llorando que tuviera cuidado y que no los
aplastara. Levanté las cajas y lo hice con cuidado a petición de José y de mis
tripas, pues ya se acercaba la hora del almuerzo, registré el coche de arriba abajo
y el único polvo blanco que encontré fue el del azúcar glas que provenía de los
fragantes pasteles. Mi sentido del deber, se fue transformando en sentido del
ridículo. Bonanno seguía gimoteando y yo
sólo quería ahogar con mis propias manos al propietario de la voz que me había
dado el aviso. Para terminarlo de arreglar, varios Thunderbird negros entraron
al callejón. Imaginé que serían los hermanos de José y no me equivoqué:
-¿Ma, qué pasa Giuseppe?… ¡Hoy es el cumpleaños de la mamma y
lo vas a estropear todo, como siempre! ¿Quién es éste? ¿Qué haces esposado?
Cuatro gorilas vestidos de punta en blanco me arrancaron las
llaves de las esposas, liberaron a José y se lo llevaron junto a las cajas de bizcochos.
A mí me han dejado aquí, solo y hambriento, amarrado al volante. Aún tengo un
poco de azúcar glas en mis dedos… Mmmmm ¡qué rico!
Muy, muy bueno, Amparo. Digno de un cortometraje cómico. Me recuerda el humor de Woody Allen en su primera etapa.
ResponderEliminar¡Gracias, Rafa! Me encanta Woody Allen...
EliminarBuenísimo. Hasta el final lo he leído y me parecía estar visualizando a Deshiell Hammet o cualquier otro buen representante del género negro americano: la ambientación, la voz del narrador y prota... Me sorprendes en cada escrito, Amparo, así que Queremos másss!!! El azúcar del final??
ResponderEliminarEl del bizcocho que se le ha quedado en los dedos y alcanza a chupar con la lengua... ¿no?
EliminarExcelente, Amparo, me sumo a los comentarios. No pares de escribir.
ResponderEliminarGracias a las dos...
ResponderEliminarMuy divertido e imaginativo Amparo... Una buena caricatura de una situación ridícula por ambas partes.
ResponderEliminarJejejejeej, muy bueno, Amparo. Menudo resbalón, y de los gordos...pero al menos el final es muy dulce.
ResponderEliminarComo ya te comenté es un gran relato y, además, no encuentro mejor sitio donde aparcar un Thunderbird que entre tus letras. Un abrazo amiga.
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