Apenas doscientos metros separaban la escuela de mi piso. La
escuela de don Armindo. Doscientos metros de tierra y piedras. Por aquellos
años (1966) aún no había llegado el progreso a mi barrio. Ni el progreso, ni
los coches, ni tan siquiera el televisor.
Cuando solo tienes seis años esos pocos metros son
kilómetros, es una distancia imposible de recorrer en segundos, o minutos,
horas, no sé, no tenía mucha noción del paso del tiempo. Todo es
monstruosamente gigantesco… todo.
Corrí lo que mis flacuchas piernas me permitían. Creo que no
sudaba, a pesar de la velocidad y el esfuerzo de cargar con la pesada cartera
de cuero (las mochilas eran un articulo de lujo solo permitido para los
alpinistas y excursionistas mayores con billetes en el bolsillo) sin embargo el
miedo que recorría mi espina dorsal iba en aumento… Pánico.
Tarde, Recaredito llegas tarde. La puerta de la escuela ya
esta cerrada.
Me quedé parado ante aquel muro azul de madera vieja y
repintada. ¿Qué podía hacer? Si daba media vuelta, en casa me esperaba la
zapatilla de mi madre. Si llamaba… ay si llamaba.
Entonces sucedió. Mirito y Camilo estaban a mi costado.
Llegaban tarde, como yo, y ellos eran dos años mayores que yo. Eran mayores.
¡Bien! Mi miedo comenzó a evaporarse. Llamamos a la puerta.
El aula, la escuela (era una para todos) era un rectángulo
casi perfecto, a la izquierda de la puerta estaban los pupitres de los mayores,
a la derecha estábamos los cagones. Nos separaba un pasillo central al fondo
del cual estaba el maestro, don Armindo, sentado tras su enorme mesa, con su
corte de pelo a cepillo y ese intenso aroma a Floyd. Detrás, tres enormes marcos,
en un lado José Antonio, en el otro el dictador y entre ambos uno enorme con
fondo de corcho y cuatro clavos del que colgaban, mudas, sus técnicas de
enseñanza: una enorme regla de madera, una rama de sauce, una correa de
radiador y un trozo caucho de una rueda de bicicleta (pero esto es ya otra
historia).
Pesadamente se levanto el maestro y nos hizo un gesto amable
para que esperásemos antes de entrar. Agarro el caldero de arena que usaba para
apagar sus puros y se acerco a nosotros. Esparció la arena por el suelo del
pasillo y nos miro a los ojos. Bueno no a los míos porque nunca fui capaz de
aguantar aquella mirada, tan solo podía ver el suelo lleno de aquellas
diminutas piedrecitas y mis desnudas rodillitas (todos vestíamos pantalón
corto).
Nos arrodillamos los tres y comenzamos a arrastrarnos por
aquel pasillo. El canto era uniforme, todos coreaban con fuerza apagando
nuestro avergonzado llanto:
RIN RA… RIN RA… RIN RA…
Perfecto.Tanto el estilo como el tema. Hay figuras que son muy efectivas. El final estupendo.
ResponderEliminarPor cierto, hay uno en esa foto que es igual a mi cuando era pequeño, jajajajajajajaja
EliminarJosé Luis, el de la foto es mi primo.... ¿Serás tú?
EliminarUn abrazo mi buen amigo y paisano.
Foixos, me has llevado al cole de nuevo. He olido el olor a tiza de la clase. Un gusto de lectura
ResponderEliminarDavid, te juro que después de cuarenta y tantos años es un recuerdo imposible de olvidar.
EliminarUn abrazo, amigo mio.
Muy ameno y muy bien escrito. Como dice José Luis, el final espléndido pues recrea en la imaginación la escena. Te mando un cariñoso 'capón' por retrotraerme también a mi infancia, je, je Un abrazo.
ResponderEliminarP.D. Oye, ya me dirás que es eso de '...hasta la oliva...' que no caigo...
Gracias, Asun... Es sencillo, creo que me voy a recoger oliva, en noviembre a Anna. Un beso
ResponderEliminarReca, desconocía ese tipo de tortura. Alguien debería escribir un libro sobre las salvajadas a las que algunos ¿maestros? nos sometían en aquellos años del cuplé, cuando se aplicaba a rajatabla aquello de "la letra, con sangre entra". Un abrazo y "hasta la oliva".
ResponderEliminarRafa, pero que jovencito eres... Un abrazo
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