Todos le conocíamos por su apodo, “Misilito”,
pero a él no le gustaba nada que le llamaran de esa manera.
Manolo, ese era su nombre, y supongo que lo
seguirá siendo, aunque hace ya muchos años que le perdí la pista. Misilito le venía
heredado de su padre, y a este a su vez de su abuelo. No conozco su
significado, y a ninguno de nosotros se nos ocurrió preguntárselo, nunca.
Era el más fuerte de la clase, el más osado y
el más bruto. Todos le temíamos un poco y siempre guardábamos las distancias,
por si acaso. Sin embargo por dentro era blando como la mantequilla, con un
corazón que no le cabía en aquel tremendo pecho. Llegó a ser mi mejor amigo en
el instituto, pero esa historia es para otro relato.
Fue al regreso de las vacaciones navideñas, a
comienzos del año 1975. El primer día de clase todo era jolgorio y, sobre todo,
exhibición de los regalos de Navidad o de Reyes. En aquella época no había
consolas ni videojuegos, y los móviles e Internet eran ciencia ficción, pero teníamos
la invasión tecnológica japonesa: las cámaras fotográficas Nikon, o Fuji, las
calculadoras Casio, los relojes automáticos, que nos asombraba a todos, sin
tener que darle cuerda, tampoco llevaban pila, Seiko, Casio…
Pero, sobre todos, había uno que destacaba. Uno
que, cada vez que lo veíamos en la tele, nos embobaba: aquellos samuráis
luchando a brazo partido dándose de mamporros, con el reloj en la muñeca. Y el
reloj, intacto. Era el Orient Watch… El sumun de los relojes, el android de los
años setenta.
Aquella
mañana de Enero todos hablábamos de nuestros regalos, hasta que llegó Jorge, el
“Boubas”, el chapón. Entró en el aula con el brazo izquierdo remangado y bien alzado,
para que todos pudiésemos ver su tesoro: un Orient Watch. A tomar viento todo
lo demás, ya no hubo ojos más que para el brazo de Boubas.
¡Dios! Que bonito era.
En trance estábamos cuando mi amigo Manolo,
Misilito, se abrió paso sin resistencia, hasta llegar a Jorge.
- Joder, tío, un Orient, el de los karatekas.-
Fue su saludo, y se lanzó a por el dichoso reloj.
- Déjamelo ver. Por favor.
Jorge no se resistió, lo quitó de la muñeca y, con
gesto triunfalista, se lo entrego diciendo:
- Si señor. Tengo el mejor reloj del mundo, el
de Bruce lee. El irrompible.
Su cara reflejaba una enorme satisfacción. Nada
menos que Manolo, el más grande y temido de la clase, estaba admirando su
reloj. El lo examino detenidamente. Lo sacudió un poco y lo levanto en alto,
mostrándolo a todos nosotros. La exclamación fue general ante aquella visión.
- El reloj más duro del mundo mundial.- y
diciendo esto, el Misilito bajo su brazo con toda la energía que tenía, que era
muchísima para un chaval de catorce años, descargando un terrible golpe sobre
la mesa del profesor…
Aquella mañana de enero, Boubas se meo en los
pantalones y nosotros supimos que aquel reloj, el Orient, ni era el mejor reloj
del mundo, ni era irrompible.
Ja, ja ja. Qué bueno, Reca. Siento lástima sin embargo por el pobrecito Jorge, que se quedó sin su extraordinario trofeo. Seguramente le pasó por presumido. Un abrazo.
ResponderEliminarNota: por las fechas que mencionas, veo que soy mayor que tú, en 1975 yo empecé el COU.
Cosecha del 60... Un abrazo
ResponderEliminarQué buenas anécdotas Reca¡¡ y qué forma de narrarlas más amena, me teletransporto a mi infancia, je, je ¿Te imaginas los chavales de ahora relatando sus anécdotas tecnológicas? "Si, entonces chateábamos con el móvil... ¡qué tiempos!- pensaba Misilito Jr. mientras sintoniza el chip alojado en su masa encefálica con el de Boubas Jr. recién mudado a Laponia..." o Marte... Un abrazo Reca.
ResponderEliminarComo dice Asun nos transportas a otra infancia con ternura, nostalgia y una sonrisa. Excelente. No conocí ese reloj, nací en el 71 y mi primer reloj, en tiempos de Naranjito fue un Casio con siete melodías y cronómetro. Un abrazo
ResponderEliminarMuy divertido, Reca.
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