J'ai frappé
le premier. J'ai le sens de la réalité, moi, poète. J'ai agi. J'ai tué. Comme
celui qui veut vivre. »
Blaise Cendrars
Resuelto a luchar por lo que es
correcto, contra el mal, contra armas químicas, biológicas, masivas,
individuales, de cualquier tipo… Resuelto a luchar por lo que es justo, me
alisté en el ejército.
No perderé el tiempo en la dureza
del desierto, en la estupidez de las horas muertas y los hombres que las
hacemos estúpidas ni en la añoranza de una soledad necesaria cuando uno no
puede ni ir al baño solo. Eso lo dejo a grandes escritores. Yo sólo quiero
compartir las heridas de la guerra. La herida más profunda que nunca he sufrido
ni volveré a sufrir. Estaba sano y creía estar enfermo. Estoy enfermo y todos
creen que soy un hombre normal.
La guerra es aquella que se vive
cara a cara. Esa que se huele después del paso de los caza, de los misiles, de
los ataques controlados —y nada precisos— desde miles de kilómetros de
distancia. La guerra es la que encuentras saliendo de una casa en llamas,
mutilada, a un metro del suelo y con cara de niña de dos o tres años que te
pide, te ruega, te suplica que encuentres a sus padres. La guerra es aquella de
los francotiradores, de los zumbidos y balas que se hunden en el casco, de las
minas escondidas, de la podredumbre mezclada con almizcle y aromas industriales
malditos.
No pasó mucho tiempo desde que
entré de lleno en la realidad y dejé de vomitar. Lo había oído y es verdad. Hay
un momento en el que hasta la imagen más cruel, la atrocidad más cruenta, se
vuelven parte de tu día a día y dejan de ser terribles. Aún así —y lo entenderéis
luego— mi corazón dejó de ser el mismo. Estaba blindado ante toda esa inhumana
barbarie. Tal vez porque era parte de ella, o tal vez por el simple hecho de la
elasticidad del ser humano. Era inmune a la guerra como entidad, por la fuerza
de millones de personas unidas a nosotros —cientos de miles—, que con su apoyo
indiferente nos pedían que lucháramos. Nos lo habían pedido cuando no salieron
a las calles a oponerse, cuando votaron a los que nos decían que había que
hacer la guerra. Mi corazón no dejó de ser humano por la guerra en sí, no dejé
que ser una persona normal, de esas que se tiran en el sofá a ver una bazofia
noche tras noche sin esperar nada más que vivir un día más… Mi corazón dejó de
infundirme vida cuando me encontré cara a cara con el enemigo.
Mi enemigo. Cara a cara él y yo y
nadie más. Ninguno de los cientos de combatientes en aquel desierto perdido era
más importante que mi propio enemigo. Sólo veía sus ojos, sus ojos marrones
inyectados de sangre. Él y yo temblando, a menos de un metro de distancia el
uno del otro. Al entrar a la casbah no estaba y un instante después había
aparecido. Ya no había guerra, era mi guerra, y la suya. Desaparecieron los
mandos, las causas, las consecuencias y la maldita parafernalia estúpida cubierta
de meses de lavado de cerebro y de negación de la realidad. Seguramente si
hubiera podido ver mi cara, imagino que habría encontrado un reflejo de la
suya, porque me sentí completamente identificado con su odio, con su bravura y
con su terrible miedo a lo que iba a suceder. Uno de nosotros indefectiblemente
iba a morir. Es algo difícil de recordar, los detalles aparecen y desaparecen
probando que lo que alguna vez fue una mente normal hoy ya no lo es y el placer
del recuerdo —ese que me asola cuando peor estoy— es el que me hace dudar de mi
estado enfermo. Porque no sé si cuando él sacó el puñal yo morí o si fue mi
fuerza, mi inexplicable fuerza bruta la que le hizo caer mientras yo le clavaba
el mío en el costado. Veo brazos ir y venir, mi rostro cortado como una manzana
y después la satisfacción del calor líquido cayendo sobre mi mano, el peso
muerto en mi pecho y perder el conocimiento al golpear el suelo con mi espalda.
Volar miles de kilómetros hasta mi ciudad natal, sentir que esos ojos aún me
miran y que el marrón es rojo y que su peso es mi peso y soy yo el que cae
sobre su puñal y mi cara sangrando, partida en dos, abierta en gajos y su
sonrisa triunfal, sus ojos cerrados y los dos en el suelo, inertes. Siento mi
corazón palpitar, mi corazón muerto al ver esos ojos sin vida, al despertar del
infierno y saber que el asesino no ha muerto, que el placer lo siento dentro y
que nunca dejaré de pensar en que he dado muerte a un hombre, ese hombre que
era y ya no soy. No puedo olvidar el placer al ver su sangre seca en la cara de
mi mano, en mis dedos rígidos y su peso en mi pecho. Os aseguro que no era la
satisfacción de estar vivo, a veces deseo que todo este recuerdo no sea real,
deseo con toda mi alma ser yo el que no se despierta, el que sangra por el pecho,
el que mancha sus manos e ilumina sus ojos por el éxito. Sí, deseo ser el que
no le deja dormir por las noches, el dueño de su infierno, ser el que gana la
batalla y se ríe por estar muerto, deseo ser libre, ser el maldito demonio de
sus sueños, lo deseo.
Hoy me miro al espejo y no veo al
muerto. Veo un rompecabezas trunco, un espejo lleno de un hombre incompleto que
desea ver otra vez la muerte de cerca por el placer de ver a un muerto. ¿Es eso
lo que un hombre normal, tirado en su sofá viendo la televisión debe desear?
Miro la gente muerta, miro los cataclismos, las guerras y no me conmuevo porque
todo eso no existe si no lo veo a un metro, si no toco sus párpados y los muevo
y abro sus ojos y se cae encima mío y sus babas manchan mi pecho y me doy cuenta
que esos ojos vidriosos ya no tienen sentido y que soy yo el que ha sido el
primero, el que ha sido más rápido y ha dado muerte al ingenuo, al que pensaba
sorprenderme detrás de la puerta y apareció con el cuchillo en la mano porque
seguramente no tendría otra arma y estaba esperando ese fatídico, inmortal y
sagrado momento. El momento en el que un hombre se convierte en un animal, en
un mono, en un engendro inyectado de sangre y adrenalina saliendo por sus
poros. En el momento en que salta, deja de pensar y se transforma en su pasado,
le salen los pelos y pierde las vestiduras, tuerce su espalda y lucha como un
ancestro, como lo hacían entonces, cara a cara, cuerpo a cuerpo.
Por desgracia no soy el muerto,
por desgracia deseo como nada en el mundo ver la muerte de cerca y revivir
aquel momento. Sentir que millones de personas gritan detrás de mí «¡Lo has
hecho! Por fin, maldito idiota, ¡lo has hecho!». Porque sólo eso soy, un idiota
que creyó cumplir una orden, un tonto que salvó su vida matando a un cerdo. Soy
un estúpido creyendo que habría sido mejor estar muerto, que no vale nada estar
vivo si sigo llevando esto dentro y que más me habría valido quedarme en aquel desierto
asqueroso que seguir reviviendo aquí con mi pluma el peor momento de mi vida.
Vida. Esta miserable secuencia de recuerdos que me acompaña desde que hundido
en la arena vi sus ojos perder la luz de la vida por un movimiento lento, más
lento que el mío, solo un instante y yo habría muerto. Estúpido idiota, por
qué, por qué no morí, aunque es cierto, cada día que pasa me acerco más a la
idea de que en realidad, hace mucho tiempo que estoy muerto.
crudo y duro, Pernando, pero al mismo tiempo excelente. Me encantó, amigo. Un abrazo
ResponderEliminarMe has dejado sin palabras. Luchar por lo que es correcto, por lo que es justo, por la libertad...? Un gran relato. Al leerlo no he podido evitar recordar esta poesía:
ResponderEliminarPara la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.
Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.
Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.
MIGUEL HERNÁNDEZ, El hombre acecha, (1938-39)
Un abrazo
Me ha gustado mucho la poesìa, tiene mucho qie ver con ese doloroso sentimiento. Un abrazo fuerte Amparo. Recaredo, gracias por leerme, me alegra que te llegara.
ResponderEliminarAunque no es la misma situación, qué lástima que no ocurriese como en la escena de Soldados de Salamina, en la que después del encuentro cada soldado se va por su lado. La guerra es irracional. Personas sencillas que se matan sin saber por qué, ignorando que siempre salen beneficiados los mismos, los que están en sus lujosos despachos dirigiendo este asqueroso mundo y consecuentemente nuestras putas vidas.
ResponderEliminarCuando oigo a algún político, tertuliano u opinólogo en general hablar de pueblo, en su vertiente patriótica, me pongo a temblar. También me da mucho miedo ver a los borregos tras una bandera. Con enemigos como el hambre, la pobreza o la ignorancia me da ganas de vomitar cuando escucho justificaciones para las guerras. Perdona el comentario tan visceral a tu buen texto. Saludos
ResponderEliminarExcelente y escalofriante, Pernando. Felicidades.
ResponderEliminarSe me han puesto los pelos de punta Pernando. Magnifico relato.
ResponderEliminarAmparo precioso poema.
ResponderEliminarUn relato buenísimo, excelentemente escrito y de obligada lectura, el contenido de las reflexiones son, ciertamente, verdaderas en todo su sentido. Felicidades Pernando.
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