El hombre que guardaba los libros perdidos, era tan viejo, que sus ojos lo habían visto todo. Tantos años leyendo todos aquellos libros, le convertían en el hombre más sabio del mundo y no había pregunta cuya respuesta no conociese.
El viejo sabía que su tiempo como guardián tocaba a su fin y necesitaba que un niño ocupara su lugar, como mucho tiempo atrás, el había sido el niño que sustituyó al viejo guardián que entonces había.
Para poder ocupar el puesto, se tenía que superar una prueba aparentemente sencilla, una simple pregunta cuya respuesta el viejo guardián no supiera, convertiría automáticamente en el nuevo guardián de los libros perdidos, al niño que la formulara.
Ya lo habían intentado miles de niños y niñas de todo el mundo y sus miles de preguntas, habían obtenido todas las respuestas correctas. Incluso hubo niños que hicieron trampa, haciendo preguntas muy difíciles con la ayuda de sus profesores, que también eran muy sabios, pero aún así, el viejo guardián supo las respuestas. Parecía imposible que alguien pudiera sorprenderle con algo que no supiera.
Pablo tenía ocho años, unos ojillos inteligentes que brillaban detrás de sus pequeñas gafas y el pelo castaño y revuelto como si se acabara de levantar de la cama. Se había enterado de la prueba por un amigo empollón del cole y fue hasta allí, sólo por la curiosidad de ver desde cerca a un hombre sabio.
Cuando el viejo le vio entrar, ya no pudo dejar de mirarle, porque en aquellos ojos de niño listo, había algo que le recordaba mucho a sí mismo.
La habitación en la que Pablo esperaba para hacer su pregunta, era increíble. Las paredes estaban repletas de viejos libros desde el suelo hasta el techo, olía a hojas de papel y a madera. La luz entraba por una pequeña claraboya redonda situada en el techo y el suelo crujía como las hojas de los árboles caídas en el parque en otoño.
Cuando ya quedaban pocos niños para que le tocara preguntar a él, Pablo se fijó en el guardián, la silla en la que estaba sentado, estaba hecha con libros y el traje que llevaba el anciano, parecía fabricado con páginas marchitas escritas en diferentes idiomas. Tenía una barba blanca que le llegaba a las rodillas, su boca no se podía ver, la nariz era enorme y los ojos diminutos, de un azul intenso que brillaba desde dentro, que le otorgaban una mirada feroz y penetrante.
El viejo le dijo que se acercara, Pablo se acercó con aire tranquilo, aunque su corazón se desbocaba dentro de su pecho. aún no sabía qué le iba a preguntar, pero, cuando todo el mundo se calló, las palabras salieron de su boca sin haberlas ni siquiera pensado, como si de magia se tratara, Pablo hizo su pregunta: ¿por qué este lugar tan extraño se llama el palacio de los libros perdidos?, yo aquí estoy viendo muchos libros y más bien me parece que son libros encontrados.
El viejo se mantuvo en silencio, sus ojos se nublaron llenándose de lágrimas, era la primera vez que conociendo una pregunta, ignoraba su respuesta. La pregunta la conocía muy bien, ya que mucho tiempo atrás, cuando a penas tenía ocho años, en aquella misma habitación, él, la había formulado y sabía perfectamente que no existía respuesta.
Y fue así como Pablo, el pequeño Pablo, se convirtió en el nuevo guardián de los libros encontrados.
Original, me ha gustado.
ResponderEliminarUn cuento extraordinario, me encantó
ResponderEliminarLibros perdidos vs libros encontrados.Muy listo el chaval.
ResponderEliminaray Fernando que alegría que estes de vuelta, como siempre que voy a decirte que ole, ole y ole.
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