Me estoy quedando sin mi vida. Soy consciente de ello y creo que no existe un dolor más grande que éste.
La mayoría de veces no puedo recordar cosas que acabo de hacer o que me acaban de contar pero intento disimularlo con mucha maestría. Mis hijos saben lo que me está pasando aunque nunca me han hablado abiertamente de ello, o tal vez si que lo han hecho y tampoco ahora lo recuerdo. Me suelen visitar todos los días y hasta traen a los niños con ellos, esos tres pequeños soles a los que ni siquiera puedo llamar por sus nombres sin equivocarme.
En ocasiones, frente a la nevera, mi pobre mente se llena de dudas, ¿acabo de guardar la leche o aún no la he sacado? Y otras veces, cuando en la calle está todo oscuro y tengo mi pijama puesto, no estoy segura si debo irme a la cama o si me acabo de levantar.
Hay momentos en los que podría enumerar la lista completa de mi clase del colegio, pero sin embargo, también hay otros en los que me es imposible decir quién es el actual presidente de gobierno, los años que voy a cumplir o lo que hice en las últimas vacaciones. Y me es todo tan extraño.
Mi vida y todos mis recuerdos están aquí, en este pueblo en el que nací, en esta casa que era la de mis padres y en cada una de sus paredes repletas de fotos con los instantes más importantes de mi pequeña existencia. Los miro a diario y repito los nombres de aquellos a los que voy reconociendo. Suelo hacerlo en silencio para que nadie pueda escucharme y después recorro estos viejos pasillos y cada una de las habitaciones de los niños. Me siento sobre sus camas y huelo los cojines, los peluches, los trofeos, los apuntes, sus viejas ropas… A veces esos aromas me trasportan hasta las travesuras de mi pequeño Pedro o a los festivales de danza de Amalia o a la graduación de Roberto… Y me siento tan feliz como lo era entonces.
Pero cada vez sucede con menos frecuencia y mi frustración es tan grande cómo la tristeza que reflejan mis ojos frente a este espejo. Sé que aún estoy viva pero me cuesta reconocer la imagen que me muestra de mi misma. Me parece mentira que esta mujer achacada, de pelo cano, llena de arrugas y tan parecida a mi abuela sea aquella misma niña que soñaba con convertirse en una actriz muy famosa no hace tanto tiempo.
Si al menos Marco estuviera aún aquí…
Él era mi marido y mi primer y único amor. La persona que mejor me conocía, con la que más me reía y mi otra mitad. Sin su mano a la que agarrarme esto aún es más difícil de llevar.
Cada noche, antes de cerrar los ojos, intento recordar el día en el que nos vimos por primera vez y me convenzo a mi misma de que ese instante será el último que olvide de mi vida. Gracias a ello puedo seguir jugando a restarle días a mi memoria.
Precioso Lara, tiene que ser muy duro ir perdiendo los recuerdos. Muy bien redactado.
ResponderEliminarEntrañable, Lara, espero que no nos toque vivir esta exeriencia aunque tenemos muchas papeletas.
ResponderEliminarBuenísimo, me ha encantado.
ResponderEliminarMuy bonito y entrañable.
ResponderEliminarLa memoria se va, es efímera, debemos aprender ya a vivir sin ella.Preciosa historia.
ResponderEliminarFantástico Lara, una descripción buenísima de los sentimientos del personaje
ResponderEliminarPosiblemente la peor enfermedad existente. Tu vida acaba siendo tus recuerdos. Muy bueno Lara
ResponderEliminarVale lo reconozco Lara, al final lo has conseguido, me has hecho llorar. ¿Estarás orgullosa?
ResponderEliminarMuy bueno Lara. Un buen tema muy bien narrado.
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