Mi abuelo Antonio está sentado en el suelo, dentro de una trinchera a las afueras de Teruel. Fuma un cigarrillo que comparte con un chico al que apenas conoce y que morirá mañana, cuando su brigada entre en acción y sean repelidos por el fuego abierto de un nido de ametralladoras al otro lado de la plaza de la ciudad. Eso no lo sabe ni mi abuelo ni el chico en cuestión, porque si lo supieran no serían capaces de fumar y hablar como lo hacen. Mi abuelo le habla de Torrevieja y, sobre todo, del mar. Ahora mismo le está contando cómo es un atardecer en la playa del Acequión. Intenta poner palabras a los colores que la luz del Mediterráneo pinta en el cielo: azules imposibles, ocres, naranjas e incluso morados. Morados, repite con orgullo mi abuelo. Ambos ríen la broma. Las barcas son mecidas por el viento de levante, continúa mi abuelo Antonio, y el olor a sal es tan fuerte que casi puedes masticar el aire. El chico que escucha a mi abuelo tiene los ojos como platos: nunca ha visto el mar, y nunca lo verá.
Profundo y muy bien contado, GRANDE como siempre Marco. Me ha encantado.
ResponderEliminarEmocionante.Toca el corazón.Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarEntrañable, Marco Antonio. Estoy de acuerdo en lo mucho que nos marcan los nombres. Espero que el tuyo te haga reinar en el imperio de las letras.
ResponderEliminarMuy bueno.
ResponderEliminarAmigo Marco, tu escribir es magia, qué dolor en el aire, cómo he masticado la tragedia. Hasta el miércoles que viene viviré en la zona donde fumaban al sol los brigadistas.
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