Una mañana, mi madre entró en mi habitación. Se sentó al borde de la cama y me miró con cariño. No pude decir nada. Las lagrimas resbalaban por mis mejillas.-”No te preocupes de nada. Hoy vienes conmigo a casa. El tiempo que necesites”.
Creyendo que me había rendido, no hizo preguntas complicadas, me cuidó con esmero y puso toda la energía que yo había perdido.
Su casa estaba en un acantilado, sobre la dársena. Desde el mirador de mi ventana, veía barcos que entraban y salían. Pero, había un único momento en el día, en el que despertaba del letargo en el que, sin darme cuenta, me encontraba sumida.
A las cinco de la tarde, puntualmente, cientos de gaviotas graznaban una letanía de sonidos sardónicos, acompañando las barcas pesqueras que llegaban a puerto después de faenar. Abría las ventanas de par en par y como un desfile previo a la verbena, sentía algo parecido a una alegría.
Tardé un año en reparar daños. Mi alma, harta de tristeza y vacío, se había desconectado de mí, y el único hilo que dejó amarrado, parecía despertar únicamente a la voz de las gaviotas.
Ya todo quedó atrás pero cuando vuelvo a mi casa y veo en mi interior, de nuevo,la escena, no puedo sentir otra cosa que gratitud y sonrío.
Hermosa descripción, bello lenguaje. Echo de menos saber más de la historia.
ResponderEliminarMuchas gracias,Lucrecia.Tal vez,tal vez me meta más.
ResponderEliminarMuy bueno.
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