MELODIAS. Yolanda Nava Miguélez

Nuestras vidas parecían unidas por algún lazo o vínculo invisible, ajeno a nosotros pero siempre entre nosotros, incluso nuestros diminutos cuerpecillos flotando plácidos en el vientre materno, fueron paseados por los mismos lugares y, llegamos a este mundo el mismo día con tan solo una hora de diferencia.
A partir de entonces, siempre juntos: en el parque, en el cole, en la primera comunión, en el instituto…, compartimos además las mismas aficiones: baloncesto, cine, escapadas campestres, música…, bueno esta última con matices.
Yo vibro con Metálica, Iron Maiden, Mago de Oz…, él sin embargo…, en fin, basta con recordar el plantón del sábado; habíamos quedado para echar unas canastas y no llegaba, después de una hora apareció con cara de alelado, bueno desde que está en el conservatorio es la que exhibe la mayor parte del tiempo, le exigí muy cabreado una explicación (detesto la falta de puntualidad), me explicó que el tiempo había volado escuchando música, que había encontrado algo único, que ojalá algún día pudiera arrancar algo parecido a su violonchelo; me conminó a escuchar mientras me alargaba sus cascos emocionado, balbuceando: sublime, delicada y profunda; te acaricia, te eleva, te arrastra hasta lo más intimo de ti…
“Soporífera”, -pensé- mientras apartaba de mis tímpanos la cansina melodía, bueno tal vez para echar una siesta no esté tan mal. Evité verbalizar mi opinión y desviar el tema lanzando el balón hacia la canasta (esa afición la compartíamos sin matices), me pregunté por qué teníamos gustos musicales tan diferentes, seguro que nuestras madres no escuchaban la misma música mientras nos esperaban.