“Nombre: Igor Cherysev.
Alias: el Mongol. Lugar de nacimiento: Kiev. Rasgos: ojos marrones y achinados,
cicatriz en el lado derecho de la cara, brazos llenos de tatuajes con cadenas.
Complexión: fuerte. Altura: 1,90. Antecedentes en Rusia: extorsión, protección
y proxenetismo, encarcelado por robo a mano armada en Moscú. Denunciado en
Francia por proxenetismo. Residencia actual: España, habla español
perfectamente. Hábitos: bebedor y fumador empedernido, consumidor de cocaína”. Era
él. Estaba sentado en una mesa en lo más oscuro del local. Le reconocí
inmediatamente. Había visto muchas fotografías de aquel tipo durante mis
investigaciones. No me daba miedo. Me guardé el papel donde estaban apuntados los
datos extraídos de su ficha policial y le abordé.
—Eres Igor Cherysev —le
dije mientras me sentaba frente a él. Puse mi vaso, whisky Chivas sin hielo, encima
de la mesa.
—No te conozco —me
replicó y me lanzó una mirada que llevaba veneno. Tenía ojos de asesino.
—Yo a ti sí. Quiero
hablar contigo.
—¿De qué? ¿Quién eres tú?
¡Fuera de mi vista! —su vozarrón atronó en el local.
—¿Y a esta chica la
conoces?
Saqué de mi cartera la
fotografía de una chica rubia, jovencita, muy guapa. Se la quedó mirando como
obnubilado.
—Se llamaba Miriam —le apunté.
—Nunca la he visto.
—Mientes, Mongol. Miriam tenía
20 años, la vida por delante, un mundo por descubrir. Había sido una niña
maravillosa y una buena estudiante hasta los quince años, quería ir a la
Universidad, pero os metisteis en medio. Corrompéis todo lo que tocáis.
—¿De qué me hablas?
—Era demasiado joven
cuando os la llevasteis.
—No me importa lo que
dices. Vete de aquí o te van a sacar con los pies por delante —Igor Cherysev echó
una mirada a dos matones que habían salido de la barra y permanecían atentos a
nuestra conversación.
—Miriam se escapó de casa
cuando tenía 18 años, desapareció como si se la hubiera tragado la tierra.
Ahora he averiguado lo que le sucedió.
—No me importa nada la
estúpida historia de esa chica.
—Yo creo que sí te importa,
porque estuvo trabajando en uno de tus infectos tugurios —le mostré otra
fotografía en la que aparecía él con Miriam del brazo en la barra de un bar de
copas.
—Nosotros no obligamos a
nadie —me dedicó una sonrisa cínica y estuve a punto de saltar sobre él y
borrársela de un puñetazo. No lo hice, tenía otros planes.
—Vosotros la engañasteis,
la introdujisteis en el mundo de la cocaína, anulasteis su voluntad, la
destruisteis. Sois una banda de degenerados sin escrúpulos. La chica apareció
muerta por sobredosis hace un año. ¿No empiezas a recordar?
—No. Y, además, ese no es
mi problema. Si esa chica estaba desquiciada y enganchada a la cocaína, yo no
tengo nada que ver. Hay muchas así. Vete por donde has venido y déjame en paz.
—Miriam era mi hija —le
dije.
—¡Echad a este loco de
aquí! —gritó Cherysev a sus lacayos.
Demasiado tarde. No les
di tiempo. Saqué la pistola que llevaba en el bolsillo, una Sig Sauer que había
comprado por internet. Disparé a bocajarro, directamente a la cabeza de Igor
Cherysev. La bala le estalló entre ceja y ceja. Murió en el acto.
Le he contado al juez lo que ocurrió, soy
culpable. Me ha dicho que nadie se puede tomar la justicia por su mano. Van a condenarme. No me importa. Cumpliré la pena que me impongan, pero no me
arrepiento. El mundo es un poco mejor desde que maté a Igor Cherysev el Mongol.
Vicente CARREÑO
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