Ricardo
Carbo era un jugador empedernido, generoso y seductor, un padrino noble, un
estafador con el corazón de oro, capaz de gastarse la fortuna más grande en
menos tiempos, prefería dilapidar el dinero ganado al azar antes de que
sirviesen la próxima mano y cambiase la suerte. El fuego que le consumía nunca
aparecía en sus ojos azules, falsos y burlones. Jamás descubrirías en su mirada
cínica si llevaba un póker de ases o una pareja de sietes. A su lado aprendí a
reírme de la vida, a no valorar a los figurones ni los laureles del éxito, a
disfrutar cada momento como si fuera el último, a derrochar como él cuando tenía
cuatro ases en la mano.
Ricardo
había nacido en una aldea de Orense, fue alférez provisional en la Guerra Civil
y entró en Madrid con los nacionales. Le ascendieron a teniente, pero no tenía
espíritu militar. Lo que le gustaba era trapichear y llevar las cuentas del
cuartel, consiguió su primer capital haciendo desfalcos en el Ejército. No le
hicieron Consejo de Guerra porque era uno de los vencedores y prefirieron tapar
sus vergüenzas. Le aconsejaron que dejara las dos estrellas en el cuartel y se
marchara. Montó una agencia de viajes y la utilizó como tapadera para sus
estafas. Vivió unos años en la cima, nadaba en la abundancia y se codeaba con
los jerarcas del régimen, sabía halagar la vanidad de aquellos tipos elevados a
dirigentes del país por el tamaño de sus pistolas y no por su inteligencia.
Yo asistí a su ascenso y a su decadencia. A
Ricardo le entraba el dinero por una puerta y le salía por cinco distintas,
cuando no era en la ruleta de Montecarlo era en Estoril; otras veces en los
caballos y siempre en el póker, el vicio que le destruía. Le gustaba vivir en
el alambre, al borde del precipicio, entre el éxito y la catástrofe. Ricardo
cayó con estrépito. Cerraron su agencia y le metieron en la cárcel. Mantuvo el
tipo, elegante para ganar y para perder, el mismo gesto con la cartera llena de
billetes que con los bolsillos vacíos. Sabía subir a los palacios y bajar a las
cabañas, nada le alteraba, un gallego con flema inglesa.
Ricardo
estuvo seis años en la cárcel Carabanchel. “Allí no volveré nunca”, me dijo
cuando le soltaron. Abrió un club de alterne en el barrio de la Concepción de
Madrid, con muchas luces rojas y chicas de alquiler. Le puso el nombre de su
carta talismán: ‘El as de corazones’.
En su
despacho particular se montaban timbas de póker de madrugada, con personajes
con mando en plaza y mucho dinero, se rodeó de enemigos poderosos. Ricardo
vivía al ritmo de la suerte y de sus corazonadas. Dependía de donde hubiera
caído la noche anterior la escalera de color. Una mala racha que le duró seis
meses le dejó a merced de sus innumerables acreedores, la piedad no se conoce
entre hampones. Su final estaba cantado.
Aquella
noche de verano cuando la policía entró a su despacho para detenerle, todavía
no se le había borrado la sonrisa burlona de los labios. Estaba tendido en un
sofá con el pecho destrozado. Acababa de pegarse un tiro en el corazón. A nadie
le sorprendió. En su honor pedí champán para todos y recordé sus palabras:
“Jamás volveré a la cárcel”. Las chicas de alquiler lloraron como nunca. La
casa invitó. Un inspector me dijo que en aquel tugurio hasta las botellas eran
falsas.
Vicente CARREÑO
Buen relato, sí señor. Especialmente me gusta el párrafo que lo cierra.
ResponderEliminarUna historia redonda, muy bien contada. Felicitaciones.
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