El sargento Valdez autorizó mi traslado en helicóptero hacia
la base más próxima, el vuelo militar desde Irak aterrizaba en Rota y el viaje
hasta mi destino hubiera sido tedioso. Nadie me recibiría, hacía tiempo que mi
hermana no contestaba mis llamadas.
Una caravana en maniobras partía desde la base hacia la
autovía, donde tomaría un autobús. La ciudad se había extendido engullendo
pedanías y el trazado era irreconocible, las amplias avenidas limitaban con las
parcelas abandonadas, tapizadas de rastrojos cubiertos por minúsculas flores,
esas flores…
Cuando me enrolé, la plaza que formaba la calle ciega de
casa de mis padres estaba elevada por encima de uno de los últimos caseríos
rodeado de cultivos de claveles y rosas, flores, ahora formaba parte de un
bulevar. El oscuro sendero que servía de escombrera, era un ajardinado recodo
frente a la puerta de la sucursal de un banco.
Desde la perspectiva que me ofrecía el rincón, traté de
distinguir mi ventana entre las rectilíneas fachadas; era una mañana de
miércoles, el tráfico rodaba tranquilo, a esa hora del mediodía que recuerda
las primeras horas de un domingo en una ciudad extraña, cuando se oyen las
cacerolas entrechocar en las galerías de un barrio popular y el olor de los
guisos te hace añorar tu hogar. Casualmente, me pareció distinguir a mi hermana
Elena entrando al portal y me dirigí con paso firme hacia ella. Cargado con el
petate y la mochila, por un instante me deslumbró el sol de la mañana que
refulgía tras su contorno y me sentí pequeño, como cuando volvía de la escuela
con la pesada cartera al hombro y me embargaba la alegría al vislumbrar la
familiar figura de mi madre que me esperaba oteando entre las flores. Elena se
detuvo antes de empujar la puerta y con la llave en la mano, soltó las bolsas
de la otra que cayeron al suelo desparramando las frutas por la acera. De su
boca entreabierta no salió bienvenida alguna, sólo un rictus de sorpresa, me
apresuré a tranquilizarla: pretendía instalarme en el piso de mamá y ni se
enteraría que vivía abajo. En el rellano me dio las llaves y ya no volvimos a
coincidir.
Dejé mis cosas en la habitación principal. Sentado en la
cama dirigí mis manos hacia el cajón inferior de la cómoda donde encontré la
caja en que guardaba mis cartas, como me describió; seguramente mi hermana
también las había leído. A ella se lo conté todo, las operaciones encubiertas y
las misiones hostiles… el artefacto que colocamos bajo el puesto de flores, la
explosión en el mercado junto a la embajada, y los cadáveres calcinados, y las
flores, esas flores deshojadas acompañando a los heridos y a los muertos, por
todas partes, cadáveres y flores, sangre y gritos, humo y flores, muchas
flores.
Me dejé caer en el sofá del salón y encendí la televisión:
islamistas radicales entrenados en Siria habían perpetrado varios atentados en
el corazón de Europa… Se estaba librando la gran guerra y aquí en occidente,
permanecían anestesiados por el fuego cruzado de noticias televisadas. En
Oriente Medio se mataba y moría por unas flores, como las que compraría Elena
con el dinero que envié para el funeral de mamá, esas flores... y los cascos
azules mantenían el antiguo esclavismo en los países pobres, ricos de materias
para la anestesia electrónica de las poblaciones del primer mundo, zombis de
conexiones, que mandan flores virtuales a los amantes…
***
De nuevo desperté en un luminoso cubículo con los brazos
taladrados de agujas y tubos y, sin saber cómo había llegado hasta allí. En
ésta ocasión parecía un moderno sanatorio, estaba limpio y olía a aséptico.
Entró una enfermera para decirme que tenía visita, indicándome que girara la
vista hacia el espacio acristalado de la pared. Mi hermana me contemplaba, ¿era
Elena? pero, ¿qué llevaba en la mano junto al bolso? La acompañaba un militar
de las fuerzas aéreas… de alto rango, podía ver su interior reptiliano y su
lengua viperina tras el perfecto modelo de máscara humanoide. Conversaban entre
ellos, siempre sospeché de Elena, bajo su cuidada pose de intelectual, se
agazapaba el mismo instinto depredador de los invasores. Mientras leía en sus
labios la confirmación de mis sospechas -el teniente y ella hablaban sobre la
inminente batalla de flores- agarré con fuerza el brazo de la enfermera
impidiendo que abriera la puerta: “deshágase de las flores… esas flores… se
extienden de forma inofensiva, infiltrando en el territorio las esporas de las
facciones alienígenas ¡Se avecina una gran batalla!¡No
sobreviviremos!¡¡¡Llévense esas flores…!!!”
No se entiende bien, me parece. Demasiadas historias en el mismo relato.
ResponderEliminarSólo hay una historia... tal vez, el inicio ahora que lo releeo esté poco claro, y habría que suprimir algunas de las reflexiones del protagonista, ¡y eso que le quité 200 palabras! Gracias.
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