Le entrenaron para ser como otro y
pensar como nadie, para convertirse en un súper-hombre sin escrúpulos ni
sentimientos cuando se enfundara el uniforme azul y calzase las oscuras botas.
En la academia le aseguraron que cuando ocultase su rostro tras el temible
casco, se pertrechara con el escudo y empuñara su arma, sería invencible. Le
convencieron además de que servía a la sociedad evitando los tumultos y
desórdenes, organizados siempre y en cualquier caso por fuerzas contrarias a
la libertad y la democracia. Que su cometido era imprescindible para preservar
la justicia y la seguridad y que por cada golpe que asestara, por cada gota de
sangre que hiciera brotar a los enemigos del sistema, miles de ciudadanos honrados
lo agradecerían, aplaudirían y celebrarían en su honor. Le
persuadieron en suma de que, por brutales que sean, el fin justifica los medios.
Lo que nunca le inculcaron en
el cuartel fue la actitud que debía mostrar si, después de saltar del furgón
blindado, se encontraba cara a cara con su propia hija protestando por unas
disposiciones gubernamentales que a él particularmente le importaban un bledo,
porque también estaba adiestrado para sentir ese tipo de indiferencia. El hombre la
observó y pudo percibir en sus ojos una mirada hasta entonces desconocida, la pura
expresión del odio, del desprecio, de la rabia. Su dulce bombón, que enseñando
los dientes gritaba “¡Policía asesina!”, ignoraba que detrás de aquella siniestra
escafandra un androide recobraba un pedazo de alma, que de sus cenizas estaba renaciendo
un ser humano.
Juan
arrojó al suelo el escudo y el fusil, se deshizo del yelmo y corrió hacia su pequeña,
abrazándola. Volviéndose en dirección a sus compañeros, exclamó: “¡Al que toque
a mi hija lo mato!”
Muy bueno, Rafa. Seguro que le ha pasado a más de uno.
ResponderEliminarGuau!! Menudo relato, se me han puesto los pelos de punta. Como dice Lucrecia, seguro que a más de uno le ha pasado algo similar.
ResponderEliminarSiempre me ha pasado por la mente esa idea... Muy bien escrito, Rafa!!
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