Después
de una de tantas aburridas fiestas de sociedad, Mónica se tumbó en el sofá y
encendió un cigarrillo. Su conserje le había entregado una carta y decidió
leerla de forma relajada. Había llegado encerrada en un sobre azul sin remitente
y este detalle disparó su curiosidad.
El
misterioso emisario había preferido escribir a mano en lugar de utilizar
cualquier herramienta tecnológica. Este dato ya indicaba que el asunto era de
una extremada delicadeza.
En
ella se podía leer lo siguiente:
Mi muy querida hermana
(ella siempre había
pensado que era hija única). Sé que
cuando leas estas letras, no darás ningún crédito a lo que te voy a
referir. He sufrido largas noches de
insomnio pensando si tenía el derecho de compartir contigo lo que llevo callando
durante tantos años. Me llamo Daniel y tengo treinta y nueve años, sí, los
mismos que tú tienes. Cuando me río, se marcan en mis mejillas los mismos
hoyuelos que a ti. Yo no soy famoso como tú, estoy en el paro y vivo con mi
madre, perdón, nuestra madre en un pisito de Marchalenes. Ella me contó, siendo
muy pequeño, que el parto había sido doble y que mi hermana, es decir, tú, no
habías podido sobrevivir debido a tu escaso peso y tamaño, pero yo sé que no te
olvidaba. La escuchaba llorar por las noches y susurrar que ella había oído el
llanto de dos criaturas y el tiempo y mis investigaciones me han conducido a
pensar que no estaba equivocada.
Nacimos en el hospital
de la Virgen del Consuelo y, gracias a mis dotes de sutil persuasión, conseguí
que una guapa enfermera accediera a los ficheros del mes de noviembre del año
1974. Allí constaba tu nacimiento y también tu muerte, pero eso no me detuvo y
me fui al cementerio del Cabañal donde figuraba que estabas enterrada. Nuestra
madre me acompañó y tan solo desenterramos un pequeño ataúd vacío.
Desde que tu imagen es
portada de periódicos y revistas del corazón, no he dejado de pensar en lo
mucho que te pareces a ella y, cuanto más tiempo pasa, el parecido se va
acentuando. Los mismos ojos azules, los labios carnosos y esa mirada siempre
triste a pesar de tu imperturbable sonrisa; compartís el mismo talle fino y
elegante que hace que mamá, a pesar de no vestir marcas italianas, parezca una
reina cuando viene cargada del mercado.
Sabemos que tus padres
adoptivos fallecieron dejándote una gran fortuna, también sabemos que tienes
dos hijos preciosos y que ellos serán tus herederos, como debe ser. Pero
conocemos lo infelices que han sido tus relaciones sentimentales y que, en el
fondo, puedes sentirte sola en algún momento y eso me ha llevado a escribirte.
Mira con detenimiento la fotografía que acompaña a este escrito y, si en ella
ves algo que te haga dudar de tu verdadera procedencia, te recibiremos con los
brazos abiertos.
Tu familia
Mónica
se levantó de un salto y fue derecha al
mueble bar a prepararse un güisqui. En la fotografía podía verse a un hombre
joven y una mujer de mayor edad. Él la rodeaba con su brazo por los hombros.
Ambos sonreían y los hoyuelos alegraban aún más sus afables rostros. Corrió al
espejo y trató de esbozar una sonrisa, contempló la marca en forma de corazón
en el dorso de su mano y observó la misma marca en la mano del joven. Su forzada
sonrisa, sin saber porqué se acrecentó y un soplo de esperanza hizo que sus
ojos azules se llenaran de lágrimas de felicidad*
*Basado
en hechos reales
Impresionante, Amparo. Un relato que conmueve, más todavía cuando revelas, al final, que está basado en vivencias reales. Un abrazo.
ResponderEliminarMuy conmovedora, Amparo, no pares, sigue, sigue!!
ResponderEliminarEsta historia me suena. Muy bien contada, Amparo.
ResponderEliminarGracias, Lu.
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