La
foto se tomó en 1946 en Nueva York. Seguramente ella, la mujer que consuela al
hombre, es judía y se llama Sara, o Edit, o Lili. Lleva esperando horas, días,
años, desde que salió de Berlín, o de Hamburgo o de Varsovia huyendo de la
persecución y de las cruces gamadas. Él, su hijo, puede ser Samuel, o Elías o
Gabriel, un refugiado que ha conocido el horror, que ha permanecido escondido
durante años, escapando de la muerte. Se ha dejado jirones de sí mismo en la
Europa en ruinas. Se reencuentran en el hacinado muelle de Nueva York y lloran
desesperadamente, lloran por los que no pudieron alcanzar la libertad y se
quedaron en el humo de los crematorios, quizá lloran
por sus hermanos y sus tíos y sus primos.
Ella
también podría llamarse Anya o Irina, y haber nacido en Ucrania o en Rusia. Y
él, Sergei o Iván, su hijo tantos años desaparecido, llega a Nueva York
escapando del hambre y de la hoz y el martillo, de las purgas de Stalin. Lloran por los millones de
hombres esclavizados en los campos de trabajo de Siberia, devorados en el Gulag
siniestro, quizá lloran por sus hermanos y sus tíos y sus primos.
Allí,
quieto, mudo, mirando a la madre y al hijo abrazados, encuadrando al niño de la mirada triste y al hombre que levanta la mano y llama a alguien, componiendo un cuadro, estaba
Henri Cartier-Bresson, el extraordinario fotógrafo en blanco y negro —“odio el
color, me repugna”—. Con su cámara en la mano, seguramente su adorada Leica, atrapa
el instante, capta la emoción del abrazo y lo hace eterno. Setenta años después
todavía nos conmueve.
Robert Capa, el genial amigo húngaro de Cartier-Bresson, su socio en la aventura de
Magnum, diría que eso es fotoperiodismo. Y una obra de arte.
Muy bueno, Vicente!!!
ResponderEliminarMuy bueno
ResponderEliminar