Recorrer el
Cabanyal, compuesto por una red de calles de un trazado más que moderno si
consideramos su remoto origen, supone aceptar el reto de someterse a una
experiencia sensorial extraordinaria.
Porque en este
poblado huele, sobre todo, a ausencias. A ausencias cruciales, por cierto. Si agudizas
tu olfato, más que el salitre proveniente del mar que le dio la vida acabarás respirando
olvido, abandono, deserción…
También en
este distrito puedes escuchar el penoso rumor de la derrota. De existir barrios
triunfantes y barrios perdedores, el Cabanyal sería uno de estos últimos. Ya
son veinticinco años de agotadora resistencia, de lucha desigual contra un
poder aliado del capital y la burocracia que, como una metástasis, ha intentado
destruir poco a poco sus órganos vitales, pasando las facturas más amargas.
Aquí puedes
contemplar fantasmas sin demasiada dificultad. Porque es un camposanto de solares
y casas muertas; otras agonizan, próximas al último estertor. Muchas calles,
que se postulan para desiertos, solo registran un ánimo relativo a la salida de
los colegios y los días de fiesta o mercado. Afinando la vista cualquier tarde de
invierno, los espíritus de la gente que se rindió y acabó desahuciándose a sí
misma son tan perceptibles como el aire de levante.
En el
Cabanyal tampoco necesitas ser un consumado gourmet
para paladear los efectos de la artera revancha urdida por los hijos putativos
de Goliat. Al lado de éstos, aguardando en el banquillo su oportunidad, se
frotan las manos las demoliciones programadas, los ladrillos y el cemento, el negocio
fácil, las comisiones por cobrar. En suma, una codicia cruel e insaciable que
no envejece, que tiene el tiempo de su parte.
Pero en
este entrañable barrio no todo es triste, no todo es ruindad o ruina. Un
sentimiento de humanidad rotura los corazones. Produce hondas caricias que
estigmatizan tus recuerdos. Porque en el fondo de su tambaleante alma, en el
Cabanyal aún resta la energía de viejos vecinos, comerciantes, cofrades, hosteleros
y okupas unidos por un espacio, por un afecto. Ellos son los cimientos sobre los
que se levantará un futuro incierto; amable o devastador, quién sabe. Los
visitantes, tanto los que se acercan en verano a la arena para tostarse, como
los domingueros adictos a la gastronomía autóctona y jóvenes perseguidores de
diversiones nocturnas, constituyen una mera anécdota. Efímeros transeúntes,
cuya fidelidad nunca estará garantizada.
A ese paseo con Blasco Ibáñez y Sorolla me apunto.
ResponderEliminarMagnífico texto, Rafa. Felicidades!!!
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