sábado, 16 de mayo de 2015

LA ROMÁNTICA MUJER



Sentada en la tumbona del jardín, bajo el tibio sol de final  de primavera, dejaba las partes descubiertas de su cuerpo abrazarse al calor del mediodía.
En sus manos reposaba un libro abierto sobre el vientre.
Brotaban del mismo, plenas de amor y pasión, vidas  imaginarias, como los sonidos de una melodía. Vidas, que  le permitían volar  y recrear, sumergida en su lectura.
Experimentaba una tenue y ascendente excitación. Unas 600 páginas, no representaban peso alguno entre sus piernas y el vientre. Al  contrario,  las disfrutaba.
En cada capítulo se  incrementaban las sensaciones,  transformadas en cosquilleo. Por la brisa o acaso por las descripciones de  las letras absorbidas, sus dedos, desplazaban con delicadeza las hojas.
La piel,  erizada, iba consumiendo placer. Cuando la satisfacción llegó, trajo consigo un dejarse hacer, soñando,  y bajo el sol se durmió.
A unos metros, desde la ventana del estudio en los pisos superiores del chalet,  la observaba su pareja.  Ambos, supuestamente habían compartido momentos de complicidad, respeto e integración en la mutua convivencia.
El  sentir se transformó en algo tangible, material, concreto. Saberse correspondido, pesaba como duda.
¿Qué hacía, que 600 páginas de papel, fueran el sustituto de  cálidas caricias compartidas, desaparecidas ya en el ayer?
¿Qué hacía,  que   no estuvieran, el uno junto al otro, por caminos de vida y muerte, ya marcados por el no existir, en un futuro cierto?
Caminos que dejan escapar, las caricias, los abrazos, los besos.
Juegos de  la dinámica propia del sentir y la pasión. Juegos que también erizan la piel, calientan  labios, generan fuego y funden a más, en uno.
¿Qué hacía, el renunciar a todo ello, por 600 páginas… algo cuya existencia, una biblioteca podría custodiar cada invierno una y otra vez?
Era el renunciar a la realidad de la piel, del tacto, en nombre de lo abstracto. 
No lo comprendía, no lo entendía, o se negaba a comprender, ampliando un poco más la distancia.
Mientras la observaba, sentía cómo  la brisa, no solo erizaba la piel de ella,  sino que parecía desplazar la barca de un muelle.
Barca que cargada de  libros, se  habría olvidado de su simple destino: amarrar aunque fuera, solo, por breve tiempo.
A la deriva, solo a la deriva, era una barca plena de libros y nada más.
Suspiró, giro la cabeza, imaginó otra barca, ésta, plena de pantallas, con partidos deportivos, emitidos  todos al mismo tiempo. No percibió diferencia alguna. Y en silencio, se alejó del ventanal.



9 comentarios:

  1. Un relato muy poético. Me ha gustado mucho.

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  2. A ver si aprendes a poner (o, mejor dicho, a quitar) las comas.

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    1. A este sujeto lo conozco. Se oculta en el anonimato, (esta coma es optativa) pero es el porquero de Agamenón.

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  3. El porquero de Agamenón17 de mayo de 2015, 20:08

    Ya que el señor X me ha quitado la careta, hablaré a cara descubierta. Dejando de lado lo de las comas, que se sitúa en el más primario nivel del redactar (¿cómo pretende alguien escribir, entendido esto como perteneciente al plano de lo literario, si desconoce los rudimentos más esenciales del simple redactar?), y pasando a lo estrictamente literario, sólo me queda decir que, por mucho que a la primera comentarista el texto le haya parecido muy poético y le haya gustado mucho, este relato, o lo que sea, es cursi, cursi y cursi. Tremendamente cursi. Pero seguid con vuestro club de elogios mutuos. Continuad dándoos palmaditas en la espalda unos a otros, y unas a otras, y unos a otras, y otras a unos (todas la comas anteriores son optativas, según el efecto estilístico que se pretenda); (¿sabéis que también existe el punto y coma?) continuad, decía, que yo prefiero dárselas (las palmaditas, por si os habéis perdido) a mi perro, al que le gusta mucho y que, por cierto, no tengo. Y ya está bien de dar lecciones. Quien quiera saber más, que vaya a Salamanca. (Y si no os aclaráis con los incisos y los paréntesis -aquí podría poner o no poner una coma; así pues, no la pongo- leed, si sois capaces de entenderlo, a William Faulkner.)

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    1. Mi muy ilustre señor porquero:
      Déjeme que en primer lugar le diga que, en virtud de las libertades que nos adornan, o deberían adornarnos, defiendo a capa y espada el derecho de cualquier escritor, crítico, animal o cosa a ser (o no) todo lo cursi o bestia que -en sus distintos grados- le apetezca.
      En segundo lugar, no entiendo cómo usted -insigne literato versado hasta el tuétano en el arte de la palabra- pierde tan miserablemente el tiempo paseándose por estas páginas en las que unos simples aficionados, unos aprendices de tres al cuarto, intentamos adiestrarnos en la escritura (algunos -como yo- en sus rudimentos más primarios). Y mucho menos que insista en seguir perdiéndolo ofreciéndonos lo que usted llama "lecciones" (repase ese concepto, por favor) que -usted perdone- nadie le ha solicitado.
      Para acabar, déjeme que le diga que su educación (entendiendo en este caso educación no como instrucción, sino como cortesía o urbanidad) deja muchísimo que desear. Lo demuestra en el primero de sus comentarios y lo confirma en el segundo. Creo que hablo por todos mis compañeros si digo que aquí estamos dispuestos a aprender de cualquiera, pero no a tolerar impertinencias como la suyas, aunque se quite la careta del anonimato que lo encubre y apuesto utiliza como escudo con exagerada asiduidad.
      Gracias y saludos.

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  4. Uno que pasaba por aquí17 de mayo de 2015, 21:05

    Caray, cómo vuelan las navajas. Que conste que yo soy neutral. Pero tengo que reconocer que hay mucha más literatura en los comentarios de Anónimo, del Señor X y del Porquero de Agamenón que en todo ese bodrio de La romántica mujer. Y como ya he pasado por aquí, sigo mi camino.

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  6. El porquero de Agamenón (y sus adláteres)20 de mayo de 2015, 5:19

    Me siento avergonzado por mi desdichado, lamentable e irresponsable comentario del otro día. Me pasé, no tres pueblos, sino diez ciudades. Aun en el hipotético caso de que pudiera tener mis razones para actuar como lo hice, la cuestión es que no tengo excusa. Lo puedo decir más alto pero no más claro: NO TENGO EXCUSA. Aun así, pido excusas, disculpas y si posible fuese, perdón. Y, desde luego, aseguro que actuación tan irresponsable, lamentable y desdichada como la mía no se volverá a repetir. (Si se fijan en la hora en que estoy escribiendo estas líneas verán que el remordimiento no me dejaba dormir.)

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