Fue
mi primer éxito profesional, hace mucho tiempo, todavía no había ordenadores,
ni móviles, ni redes sociales, me iniciaba en el periodismo en El Caso (un semanario
de sucesos que desapareció hace años). El día que llegué estaban revolucionados
en la Redacción. Acababan de encontrar a una joven muerta en el cementerio de La
Almudena. Era la tercera en seis meses. Todos los asesinatos tenían las mismas
características: las chicas aparecían desnudas, estranguladas con una cuerda y
con la careta de una calavera tapándoles el rostro. Entré de puntillas, el
último de la fila, un ignorante con pretensiones de escritor. “Pégate a Luis y
aprenderás algo, olvídate de lo poco que sabes y no me hagas literatura, cortito
y al pie, aquí contamos historias sin adornos, al grano”, me dijo el director.
Como ejemplo me puso la portada de aquella semana: “Diecisiete puñaladas
acabaron con la vida de Juanito”. La portada chorreaba sangre.
Me
pegué a Luis Landero, un experto en sucesos. Él tenía contactos en todas
partes, y principalmente en la Brigada de Investigación Criminal, la antigua
BIC. “Hablan de que el asesino de las chicas deja su firma en cada uno de sus
crímenes, pero no sueltan prenda”. Me pusieron a buscar datos de la última asesinada.
“A ver si consigues una buena foto, pídesela a sus familiares, o a sus amigos o
a quien sea, pero no me falles” (eso hoy, con Facebook está chupado, de acuerdo,
pero entonces había que camelarse a alguien). Una amiga de la chica se apiadó
de mí (yo era joven, guapo, persuasivo, la invité a una copa y la convencí).
A
las dos semanas de estar en la Redacción ya me sentía un experto. Fue entonces
cuando recibí la llamada. Estaba solo en la Redacción a las 10 de la mañana.
—¿Eres
Luis Landero? —preguntó un tío con una voz ronca y profunda.
—No,
no ha llegado. Soy un redactor.
—Me
vales igual. Quiero darte una información sobre los crímenes del cementerio.
—Dime.
—Acércate
a la plaza de Oriente y en una papelera frente a la estatua de Felipe IV dejaré
un sobre a tu nombre. ¿Cómo te llamas? —me preguntó.
—Ángel
Mendoza. ¿Y tú quién eres?
—Quien te va a proporcionar el mejor reportaje
de tu vida.
—¿Qué
hay en ese sobre?
—La
firma del asesino.
—Oiga,
oiga, oiga…
Me colgó. Salí disparado hacia la plaza de
Oriente. Busqué en las papeleras que hay frente a la estatua de Felipe IV.
Encontré el sobre. Ponía mi nombre. Lo abrí. Sólo había una foto extrañísima.
Un tío con la máscara de una calavera patinando entre las tumbas de un
cementerio. Llevaba una capa negra. No perdí el tiempo. Fui a una cabina de
teléfono y marqué el número del inspector Lucas Sánchez, el responsable del
caso de las chicas asesinadas. “Ni te muevas de ahí”, me dijo.
Diez minutos después aparecieron varios coches policiales. Lucas Sánchez se
bajó de uno de ellos. Se quedó perplejo estudiando la foto. Le indiqué la
papelera donde la había encontrado.
—¿Cree
que la foto tiene algo que ver con el asesinato? —le pregunté.
—Seguro.
—¿Por
qué lo sabe?
—Te
has ganado la información, chaval. El asesino nos ha dejado su firma en los
tres crímenes. Las chicas aparecen con una nota que deja entre sus dedos.
—¿Y
qué pone en esas notas?
—Eso
es muy confidencial.
Lucas
Sánchez se me quedó mirando muy fijamente y me hizo una propuesta.
—¿Estás
dispuesto a ayudarnos?
—¿Cómo…?
—Ese
tipo es un psicópata que quiere salir en los periódicos. Volverá a ponerse en
contacto contigo. Tienes que ganarte su confianza.
—¿Y
si no vuelve a llamarme?
—Te
llamará.
-¿Qué
ponía en esas notas?
—En
la primera aparecía una sola palabra: calavera. En la segunda dos: capa negra. Yen
la tercera tres: asesino en monopatín. Tu fotografía une las tres cosas. Te la
ha enviado ese psicópata, quiere publicidad.
Lucas
Sánchez montó un operativo especial para seguir mis movimientos, llegaron a un
acuerdo con la dirección del semanario para pinchar los teléfonos de la
Redacción. Escribí un reportaje con los datos que me había proporcionado. “La
clave está en que seas capaz de atraerle”, me dijo el inspector. Me dieron la
portada y las tres primeras páginas. Lo titulé 'el psicópata del monopatín' (no
es muy original, de acuerdo, yo era un novato)
La
policía, mientras esperaba que el tipo se pusiera en contacto conmigo, peinó
los laboratorios de Madrid donde se revelaban fotografías (la era digital ni se vislumbraba todavía). Dieron en la diana. Un empleado de una tienda en el barrio
de Carabanchel recordaba esa fotografía y al cliente que había llevado el carrete.
Hicieron un retrato robot: un hombre de 40 años, moreno, pelo muy corto, con
una cicatriz en la mejilla derecha. Esa pista sería decisiva.
El
día que se publicó el reportaje los policías, con Lucas Sánchez al mando, se
aposentaron en la Redacción del semanario. También habían montado un
dispositivo especial para controlar las cabinas telefónicas del barrio de
Carabanchel y de los alrededores del cementerio de La Almudena. Estaban todas
vigiladas por sus hombres. A las 10 de la mañana sonó el teléfono, lo cogí y
escuché la misma voz ronca del primer día.
—Yo
no soy un psicópata –me dijo.
El
inspector Lucas me escribió en un papel: “Entretenle lo que puedas”.
—¿Qué
significa esa fotografía? —le pregunté.
—¿Te
gusta?
—Es
muy rara. Un psiquiatra me ha dicho que puede ser un síntoma de un
desequilibrio en la personalidad de quien la ha realizado.
—No
hagas caso a los psiquiatras ni a los policías. ¿Están por ahí?
—¿Quiénes?
—Los
polis…
—No,
no –mentí.
Me respondió con una carcajada estruendosa.
Después escuché ruidos como si el teléfono se le hubiera caído de las manos.
Hubo un silencio y escuché una voz diferente.
—Dile
al inspector que se ponga.
Lucas
Sánchez me quitó el teléfono y le oí decir: “Vale, vale, muy bien, llevadle a
la comisaría, yo estaré allí enseguida”. Así, con mi colaboración, cogieron al
asesino del monopatín en una cabina situada en la puerta del cementerio de La
Almudena. La cicatriz en la cara les hizo sospechar y cuando empezó a hablar
por teléfono se abalanzaron sobre él y le detuvieron, estaba en contacto
conmigo, cazado con las manos en la masa. En la comisaría confesó sus crímenes
con todo lujo de detalles. Era militar, un teniente destinado en el Gobierno
Militar de Madrid, un tipo oscuro y gris que se transformaba por las noches en un
depredador compulsivo. Publiqué cinco capítulos sobre la historia de aquel
psicópata, mi primer éxito profesional cuando no había ordenadores y yo
escribía en una máquina Olivetti negra. Tengo una como aquella de adorno en mi casa,
recuerdo de los viejos tiempos, cuando éramos felices e indocumentados como
diría el gran García Márquez.
Es casi una novela. Me ha gustado.
ResponderEliminarBuen relato, Vicente
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