lunes, 11 de mayo de 2015

El psicópata del monopatín


Fue mi primer éxito profesional, hace mucho tiempo, todavía no había ordenadores, ni móviles, ni redes sociales, me iniciaba en el periodismo en El Caso (un semanario de sucesos que desapareció hace años). El día que llegué estaban revolucionados en la Redacción. Acababan de encontrar a una joven muerta en el cementerio de La Almudena. Era la tercera en seis meses. Todos los asesinatos tenían las mismas características: las chicas aparecían desnudas, estranguladas con una cuerda y con la careta de una calavera tapándoles el rostro. Entré de puntillas, el último de la fila, un ignorante con pretensiones de escritor. “Pégate a Luis y aprenderás algo, olvídate de lo poco que sabes y no me hagas literatura, cortito y al pie, aquí contamos historias sin adornos, al grano”, me dijo el director. Como ejemplo me puso la portada de aquella semana: “Diecisiete puñaladas acabaron con la vida de Juanito”. La portada chorreaba sangre.
Me pegué a Luis Landero, un experto en sucesos. Él tenía contactos en todas partes, y principalmente en la Brigada de Investigación Criminal, la antigua BIC. “Hablan de que el asesino de las chicas deja su firma en cada uno de sus crímenes, pero no sueltan prenda”. Me pusieron a buscar datos de la última asesinada. “A ver si consigues una buena foto, pídesela a sus familiares, o a sus amigos o a quien sea, pero no me falles” (eso hoy, con Facebook está chupado, de acuerdo, pero entonces había que camelarse a alguien). Una amiga de la chica se apiadó de mí (yo era joven, guapo, persuasivo, la invité a una copa y la convencí).
A las dos semanas de estar en la Redacción ya me sentía un experto. Fue entonces cuando recibí la llamada. Estaba solo en la Redacción a las 10 de la mañana.
¿Eres Luis Landero? preguntó un tío con una voz ronca y profunda.
No, no ha llegado. Soy un redactor.
Me vales igual. Quiero darte una información sobre los crímenes del cementerio.
Dime.
Acércate a la plaza de Oriente y en una papelera frente a la estatua de Felipe IV dejaré un sobre a tu nombre. ¿Cómo te llamas? me preguntó.
Ángel Mendoza. ¿Y tú quién eres?
 Quien te va a proporcionar el mejor reportaje de tu vida.
¿Qué hay en ese sobre?
La firma del asesino.
Oiga, oiga,   oiga…
  Me colgó. Salí disparado hacia la plaza de Oriente. Busqué en las papeleras que hay frente a la estatua de Felipe IV. Encontré el sobre. Ponía mi nombre. Lo abrí. Sólo había una foto extrañísima. Un tío con la máscara de una calavera patinando entre las tumbas de un cementerio. Llevaba una capa negra. No perdí el tiempo. Fui a una cabina de teléfono y marqué el número del inspector Lucas Sánchez, el responsable del caso de las chicas asesinadas. “Ni te muevas de ahí”, me dijo. Diez minutos después aparecieron varios coches policiales. Lucas Sánchez se bajó de uno de ellos. Se quedó perplejo estudiando la foto. Le indiqué la papelera donde la había encontrado.
¿Cree que la foto tiene algo que ver con el asesinato? le pregunté.
Seguro.
¿Por qué lo sabe?
Te has ganado la información, chaval. El asesino nos ha dejado su firma en los tres crímenes. Las chicas aparecen con una nota que deja entre sus dedos.
¿Y qué pone en esas notas?
Eso es muy confidencial.
Lucas Sánchez se me quedó mirando muy fijamente y me hizo una propuesta.
¿Estás dispuesto a ayudarnos?
¿Cómo…?
Ese tipo es un psicópata que quiere salir en los periódicos. Volverá a ponerse en contacto contigo. Tienes que ganarte su confianza.
¿Y si no vuelve a llamarme?
Te llamará.
-¿Qué ponía en esas notas?
En la primera aparecía una sola palabra: calavera. En la segunda dos: capa negra. Yen la tercera tres: asesino en monopatín. Tu fotografía une las tres cosas. Te la ha enviado ese psicópata, quiere publicidad.
Lucas Sánchez montó un operativo especial para seguir mis movimientos, llegaron a un acuerdo con la dirección del semanario para pinchar los teléfonos de la Redacción. Escribí un reportaje con los datos que me había proporcionado. “La clave está en que seas capaz de atraerle”, me dijo el inspector. Me dieron la portada y las tres primeras páginas. Lo titulé 'el psicópata del monopatín' (no es muy original, de acuerdo, yo era un novato)
La policía, mientras esperaba que el tipo se pusiera en contacto conmigo, peinó los laboratorios de Madrid donde se revelaban fotografías (la era digital ni se vislumbraba todavía). Dieron en la diana. Un empleado de una tienda en el barrio de Carabanchel recordaba esa fotografía y al cliente que había llevado el carrete. Hicieron un retrato robot: un hombre de 40 años, moreno, pelo muy corto, con una cicatriz en la mejilla derecha. Esa pista sería decisiva.
El día que se publicó el reportaje los policías, con Lucas Sánchez al mando, se aposentaron en la Redacción del semanario. También habían montado un dispositivo especial para controlar las cabinas telefónicas del barrio de Carabanchel y de los alrededores del cementerio de La Almudena. Estaban todas vigiladas por sus hombres. A las 10 de la mañana sonó el teléfono, lo cogí y escuché la misma voz ronca del primer día.
Yo no soy un psicópata –me dijo.
El inspector Lucas me escribió en un papel: “Entretenle lo que puedas”.
¿Qué significa esa fotografía? le pregunté.
¿Te gusta?
Es muy rara. Un psiquiatra me ha dicho que puede ser un síntoma de un desequilibrio en la personalidad de quien la ha realizado.
No hagas caso a los psiquiatras ni a los policías. ¿Están por ahí?
¿Quiénes?
Los polis…
No, no –mentí.
   Me respondió con una carcajada estruendosa. Después escuché ruidos como si el teléfono se le hubiera caído de las manos. Hubo un silencio y escuché una voz diferente.
Dile al inspector que se ponga.
Lucas Sánchez me quitó el teléfono y le oí decir: “Vale, vale, muy bien, llevadle a la comisaría, yo estaré allí enseguida”. Así, con mi colaboración, cogieron al asesino del monopatín en una cabina situada en la puerta del cementerio de La Almudena. La cicatriz en la cara les hizo sospechar y cuando empezó a hablar por teléfono se abalanzaron sobre él y le detuvieron, estaba en contacto conmigo, cazado con las manos en la masa. En la comisaría confesó sus crímenes con todo lujo de detalles. Era militar, un teniente destinado en el Gobierno Militar de Madrid, un tipo oscuro y gris que se transformaba por las noches en un depredador compulsivo. Publiqué cinco capítulos sobre la historia de aquel psicópata, mi primer éxito profesional cuando no había ordenadores y yo escribía en una máquina Olivetti negra. Tengo una como aquella de adorno en mi casa, recuerdo de los viejos tiempos, cuando éramos felices e indocumentados como diría el gran García Márquez.


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