La noche
del 7 de agosto, Bárbara tampoco podía
conciliar el sueño. Había cenado con sus
hijos, Luis de tres años y Ana de siete. Al acabar de leerles un cuento, el
pequeño le había preguntado:
-¿A qué
hora llega papá?
-Llegará enseguida,
cariño. Le diré que entre a daros un beso.
-¿Por qué
estabais riñendo esta mañana? –dijo Ana.
-Por nada,
cielo, por nada. No tiene importancia. Vosotros también os peleáis, ¿no? Hala,
a la cama ahora mismo.
A las dos
de la madrugada oyó el ruido del ascensor que se detenía en el rellano, poco
después el de la puerta al abrirse, y los pasos cansinos de su marido que entró
en el piso tambaleándose.
Su corazón se agitó dentro del pecho pero se
hizo la dormida. No quería verlo ni hablarle. No soportaba el revoltijo de
olores de sudor, alcohol y tabaco que su cuerpo desprendía noche tras noche,
desde que se había quedado sin trabajo.
Ocupaba un puesto importante en una de las mayores empresas constructoras de
Valencia.
Subsistían
con el sueldo de enfermera de Bárbara, pero la hipoteca se lo llevaba casi
todo. Tenía que dedicar dos horas cada tarde a hacer curas y a poner
inyecciones a domicilio para llegar a fin de mes, mientras Alberto se perdía
por los bares del barrio.
Esa mañana, ella le había dicho que no
soportaba más esa vida, que quería el divorcio; Alberto salió dando un portazo
y la dejó con las palabras amargándole la boca.
Permanecía inmóvil en la cama dándole la
espalda. Él se introdujo en el lecho e intentó abrazarla. Ella seguía callada
intentando reprimir las náuseas que su contacto le producía.
Insistió a
pesar del manifiesto rechazo. Bárbara se
revolvió tratando de defenderse del abrazo. Pero él era fuerte y la inmovilizó.
-¡Me das
asco! –le dijo.
-¡No me
importa, tú no me vas a joder a mí la vida! ¡Me he casado contigo para siempre!
Ella le
asestó una mirada de profundo desprecio, sus ojos pardos ardían como brasas en
la penumbra del cuarto.
Alberto la agarró del cuello y apretó hasta
que ella dejó de moverse.
Los
niños se habían despertado con el ajetreo y llegaron a tiempo de ver a su padre
gimiendo de placer sobre el cuerpo inerte de su madre.
Un relato que me deja sin aliento...
ResponderEliminarRealismo sucio. Puro y duro, sin duda.
Gracias, Amparo. Objetivo cumplido entonces.
EliminarMuy duro y bien contado.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Manuel.
EliminarUn relato muy duro, Déjame ponerle una sonrisa con una frase de Brigite Bardot: "Cuanto más conozco a los hombres más me gusta mi perro".
ResponderEliminarGracias, Vicente.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarRelato duro, pero real como la vida misma. Muy bien lograda esa atmósfera asfixiante.
ResponderEliminarGracias, Macu_Joan.
EliminarMe ha gustado mucho tu relato. Auténtico como la vida misma. Enhorabuena.
ResponderEliminarGracias, Mª Luisa.
EliminarPerfecto, crudo, sucio, real, bien narrado.
ResponderEliminarGracias, Eulalia. Se nota que somos amigas.
ResponderEliminarSí que te has empleado a fondo. El final impactante y más con el contraste entre el inicio dulce, empezando por el título, y que gradualmente va endureciéndose (imagino que era tu intención) hasta la última frase que se graba y no se puede borrar.
ResponderEliminarGracias, Asun. Un abrazo.
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