Tuvo un
presentimiento y se paró delante del escaparate. Siempre le habían gustado las
tiendas de antigüedades, en especial las que atesoraban libros viejos con olor a
misterio y aventura. Quizás por eso obvió el sillón con nombre de rey francés y
la mesa de boticario sobre la que descansaba una vieja Remington idéntica a la
que había heredado hacía años de su bisabuelo y centró la atención en el ejemplar que yacía abierto
sobre un velador circular.
Se
trataba de un libro de pequeñas dimensiones, con las páginas amarillentas por
el paso del tiempo. Empezó a fantasear. Alguna novela de Jane Austen, pensó. No, debe tratarse de algo más corto. El lomo
es demasiado delgado. Quizá un relato de Poe o alguna de las obras de Dickens, siguió
cavilando mientras acercaba el rostro al cristal hasta posar su nariz sobre la
superficie helada. Entornó los ojos e hizo un esfuerzo por captar alguna línea
que le llevase a acabar con la incertidumbre. Solamente fueron necesarias
cuatro palabras:
Cuando
Scrooge se despertó…
Dickens,
confirmó con una amplia sonrisa. Canción
de Navidad, para ser exactos. El
señor Scrooge no admitía la menor duda.
Se decidió a entrar en la
tienda.
El tintineo de un atrapasueños
anunció su presencia y un anciano de aspecto afable salió a su encuentro. Tenía
el pelo cano y un poblado bigote bajo el que asomaba una sonrisa de
labios finos. Su vestimenta se asemejaba a la de un lord inglés pasado de moda:
pantalones oscuros de pana y camisa color avellana bajo un chaleco de lana a
cuadros.
— ¿Puedo ayudarle, caballero? —se quedó el hombre
plantado frente a él, sacándole de su ensoñación.
— Sí. He visto que tiene un ejemplar de Canción de
Navidad en el escaparate. ¿Podría observarlo más de cerca?
— Por supuesto. Acompáñeme. ¿Estaría usted interesado en
adquirirlo?
— Puede —dijo como única respuesta.
El anciano sonrió antes de dirigirse
hacia la mesita y extraer el libro del atril.
— Se trata de una primera edición en castellano, de la
editorial Espasa Calpe. —Se puso unos anteojos que sacó del bolsillo y empezó a
rebuscar entre las hojas—. Doscientas once páginas en bastante buen estado. El
único problema es… Aquí, ¿ve? —se detuvo mostrándole una anotación con la tinta
ya corrida—. Alguien escribió una nota al margen en esta esquina. Torioni 1963 XII/XII
12 12. Dios sabrá qué significa.
El dueño le cedió el ejemplar para que pudiera
estudiarlo más de cerca. Y él se recreó en la textura del papel, en la
tipografía de la letra, en los detalles de la impresión… Entonces una bombilla
se encendió de repente.
— Se trata de una edición bonaerense, ¿verdad?
— Sí, así es —se sorprendió el anciano—. ¿Cómo lo sabe?
— No pone Torioni, sino Tortoni —volvió a la página
inicial—. El trazo horizontal de la segunda t
se ha borrado un poco, pero desde luego no se trata de una i. ¿Ve la diferencia con la otra? —le señaló la última letra de la
palabra, claramente diferente de la anterior, objeto de duda.
— ¿Y qué tiene eso que ver con Buenos Aires?
— El Tortoni es un café de viejo de la ciudad porteña.
Seguramente se trate de un punto de encuentro. Tortoni, 12 del 12 del 63 a las
12.12.
— ¡Vaya! Curioso. Jamás habría imaginado semejante cosa.
Siempre creí que se trataba de una alusión a otra obra. Durante meses indagué
sobre lo de Torioni, pero ya veo que estaba equivocado.
— ¿Cuánto pide por él?
— ¿Por el libro? —El hombre asintió ante el desconcierto
del anciano—. Oh, no. Aquí no hacemos las cosas de ese modo. No aceptamos dinero. No se trata de una tienda al uso.
Para poder llevarse un objeto hay que entregar otro de semejante valor.
Sintió cómo la decepción hacía
desaparecer cualquier atisbo de ilusión anterior. Deseaba aquel libro. Se
trataba de una primera edición de su obra preferida de Dickens. Pero no lo
deseaba solamente por aquello. Lo deseaba por su vinculación a Argentina, por el
modo en que se había topado con él, por el misterio del encuentro que auguraba
la anotación. Sobre todo por la anotación.
Varios relojes lanzaron al unísono
una campanada.
— Las doce y cuarto —dijo de modo instintivo, observando
aún el libro, reticente a depositarlo de nuevo en las manos de su dueño.
— Casi. Siempre los llevo unos minutos adelantados.
Tres, para ser exactos.
Comprobó su reloj. Sonrió. Las doce y doce. De nuevo la
magia. 12 de diciembre. Misma fecha y misma hora. Retrocedió hasta una mesa
escondida en una esquina. El ambiente cargado por el humo de cigarrillo. La
nostalgia de un tango bailándole en el recuerdo. La silueta de una mujer acercándose
hacia él.
— Supongo que no deseará añadir otra Remington a su
colección —se decidió al fin.
Es un relato estupendo.
ResponderEliminarMuy bueno, Bienvenida, Lorena!!!
ResponderEliminarFantástico relato. Me ha encantado la atmósfera de la tienda y la historia tan sugerente del libro y del tiempo coincidente.
ResponderEliminar¡Gracias por vuestros comentarios! Poco a poco voy leyendo vuestros relatos y he de decir que me han encantado el micro de Pepe, el As de corazones de Vicente (la frase final es buenísima) y el titulado El camino de Lucrecia. Por cierto, Vicente, gracias por ser el primer seguidor de mi blog (creo que eres tu). ;)
ResponderEliminar¡Me ha encantado! Un relato envolvente.
ResponderEliminarE X C E L E N T E. Solo puedo añadir una cosa más: Mil gracias por compartirlo.
ResponderEliminarDeliciosa lectura.
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