sábado, 29 de octubre de 2011

LA ARTESA

Cuando Mary tenía seis años estaba fascinada con aquel mueble, un arcón con patas llamado artesa. Esperaba impaciente a que llegase el sábado y mamá se dispusiera a hacer el pan. Observaba maravillada el proceso. Mamá se ponía un pañuelo en la cabeza, le ponía otro a ella y levantaba la tapa de la artesa. Primero, con una espátula rascaba bien las paredes y el fondo quitando los restos de masa seca que habían quedado de la vez anterior. Se convertían en polvo, un polvo grisáceo que recogía y echaba en un cubo que sostenía la niña. Volcaba el saco de harina y la esparcía dejando un gran hueco en el centro, donde ponía la levadura deshecha, añadía un poco de agua templada con sal y metía las manos. Lo movía todo: mezclando, aireando, pidiéndole a Mary que añadiese agua. Movía todo el cuerpo al ritmo de los brazos: adelante, atrás y hacia los lados, consiguiendo una masa pegajosa que se adhería a los dedos y que alguna vez acabó en la nariz curiosa de Mary. Luego, mamá amontonaba toda la masa en un lateral, la cubría y cerraba la tapa. Cuando volvían a abrirla, ante el asombro perpetuo de la niña, ¡milagro!, la masa había crecido.


Entonces empezaba el proceso de dar forma al pan. Mamá cortaba un trozo de masa y le daba forma de bollo redondo y lo dejaba reposando en una tabla. Así hasta que casi no quedaba masa. Entonces cogía un pedazo que aplastaba con el rodillo y lo ponía en una bandeja, añadía cebolla, chorizo, tocino y lo cubría con otra tapa de masa cerrándolo por los bordes. Era la empanada que la familia comería al mediodía. Con los restos hacía un bollito más pequeño que rellenaba con chocolate, mermelada o una salchicha para la merienda de los niños. Mientras, papá iba calentando el horno: encendía dentro un fuego que alimentaba con ramas secas y cuando estaba rojo el ladrillo del lateral, avisaba a mamá que ya podía traer el pan, y barría las brasas. Mary, ayudada por mamá, cogía el cuchillo y cortaba la superficie de los panes “para que se haga por dentro”. Papá lo metía en el horno y ¡ta-chán!, salía el pan doradito, calentito y rico-rico.


Mary quería amasar el pan en la artesa y para ello necesitaba crecer. Mamá siempre le decía que cuando fuese grande podría hacerlo. Era su mayor deseo: hundir las manos en la harina, en esa masa pegajosa, cortarla, darle forma y que al comerlo todos dijeran que era el pan más delicioso (delicioso, sí, no podía ser menos) que habían probado nunca. “Tal vez…¡tal vez si se metía en la artesa crecería como la masa!”


Ese viernes pidió ayuda a su hermano Juan y entre los dos levantaron la tapa para que Mary se metiera dentro. Juan bajó la tapa y dejó allí a su hermana, a oscuras. A ella no le importaba, “seguro que estoy creciendo”, hasta que notó el polvillo en la garganta y que no podía respirar bien. “¿Y si crezco tanto que mamá no me reconoce cuando salga?” Entonces empezó el miedo. Le picaban las piernas y los brazos. “Están creciendo”. Empujó la tapa pero no pudo abrirla. Notaba “gusanitos” moviéndose por su cuerpo. Cada vez con menos fuerza gritaba: ¡Mamá, sácame de aquí! ¡Mamá, que no quiero crecer! Los padres la buscaron por toda la casa antes de que Juan dijese que “estaba creciendo en la artesa”. El padre corrió asustado y abrió la tapa rápidamente. Encontró a la chiquilla con los ojos cerrados murmurando: “no quiero crecer”.


A la mañana siguiente, restablecida del susto, aunque los padres todavía no, se miró al espejo y se vio igual de pequeña que el día anterior. ¡Qué decepción! Mientras ayudaba a su madre a hacer el pan, se quejaba de la experiencia: no había conseguido nada, seguía sin poder amasar, tendría que esperar. Cuando vio las lágrimas correr por la cara de su madre, se abrazó fuerte a ella diciendo: “¡No crecí, mami, todavía soy tu Mary!”


Han pasado once años y Mary es una adolescente alta que juega en el equipo de voleybol de su instituto. Cada vez que ganan un campeonato lo celebran en familia con una comida en la que no falta la empanada. Juan, bromeando, da un codazo a su hermana y exclama: ¡Es culpa de la artesa! ¡Y eso que no echamos levadura, hermanita!

5 comentarios:

  1. Muy bueno, yo pensaba que la abrasabas, jeje. Me ha gustado mucho, escribes muy bien. Por cierto, soy "amiga", pero no pasa nada, con mi foto de brujita normal que no me reconozcas, jijijiji. saludos huescanos.

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  2. Muy bueno Rosa, pero que muy bueno.

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  3. Es genial, sobre todo que acabe jugando al boley, esas niñas si que son altas.

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  4. Muy bueno Rosa, me ha gustado, es una bonita historia con susto incluido.

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  5. Encantado y muy bien escrito. Un relato delicioso. Enhorabuena Rosa.

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